Un documental
sobre un grupo de actores en la Villa 31 que encuentra en Julio Arrieta su
piso y su techo al mismo tiempo. Este personaje se constituyó en el
mediador cultural para acceder a la villa como locación, para conseguir
cast y para sostener una especie de utopía salvífica donde los
pobres, marginados del sistema, al mejor estilo libremercadista, se
ilusionan con "pertenecer" a partir de su sola presencia en pantalla.
"Yo no quiero
ser un divo", dice Arrieta, pero todo su accionar lo contradice. Con más
armas de político reformista que discursea con el cambio para que nada
cambie que con sincera postura revolucionaria, el referido enuncia como
verdad incuestionable (y también lo enuncian los cineastas, al elegir
mostrarlo así) que ser villero es un hecho consumado, un acontecimiento, y
derrumba sin que se le mueva un pelo siglos de historia de dominación
económica.
Por supuesto
que el paternalismo de viejo cuño, siempre burgués e intelectualoso, es la
hipocresía misma, pero pretender que los pobres, por serlo, quedan exentos
de semejante mirada, y manipularlos para que olviden la misma realidad que
los circunda y aplasta dedicándose a filmar ciencia ficción es de una
hijaputez mayúscula por más increíbles o deslumbrantes que sean los
resultados finales. "Los ricos cuando piensan en los pobres piensan en
pobre", escribió Evita en "La razón de mi vida", y los comentarios huelgan.
La línea que separa la simple mostración de la burla es tan delgada que
siempre acaba rompiéndose y Estrellas, además de ser efectista y
facilista en los recursos y los procedimientos para empatizar con un público
progresista, es superficial en sus cuestionamientos. "Ser villero o hacer de
villero" parece ser la cuestión, y la realidad y la apariencia terminan
confundiéndose, intercambiándose, en esta boutade tan inocua como
falsa.
"¿Cuándo un
albañil va a ser protagonista?" es la pregunta-slogan que formula
Estrellas. Protagonista de su propia vida es más que suficiente, diría
yo.
Javier Luzi
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