La eternidad y un día es una película de
fronteras. Entre la vida y la muerte, entre el pasado y el presente. Su protagonista,
Alexandros (el alemán Bruno Ganz), es un escritor sexagenario que atraviesa, cabizbajo y
lerdo, esa misma encrucijada. Lo afecta una dolencia indefinida, aunque a todas luces
terminal, por la que está a punto de ingresar en una clínica de la que ya no saldrá
caminando. El film se concentra en esas últimas 24 horas de "libertad". De
despedida. Y las confronta con los recuerdos que, una y otra vez, invaden el presente de
Alexandros. Así, entre las calles lluviosas de la ciudad costera de hoy y las
espléndidas playas soleadas de ayer, acunado por la melancolía y la nostalgia, pendula
este relato. Que es tan lento o apasible, si se quiere como La mirada de
Ulises, el anterior título de Theo Angelopoulos que se estrenó comercialmente en
Buenos Aires.
No es cuestión de lamentar los planos
de dos, tres y hasta cuatro minutos del cineasta griego, que por otra parte obtienen
cierta movilidad de la ya proverbial tendencia de Theo a mover la cámara alrededor de sus
personajes. Lo que se apunta, sí, es que La eternidad y un día se queda algo
corta de sustancia para las dos horas y diez minutos que insume. O que ataca demasiados
temas demasiado hondos sin llegar a honrarlos acabadamente. Que sobreabunda en
"climas poéticos" que inicialmente fluyen, pero a los que cada vez les cuesta
más trabajo sostenerse. Hay una afectación, una inflación en este film que se llevó
todas las palmas (empezando por la de oro) en el Festival de Cannes del '98.
Aunque al principio Alexandros deambula
solo, no tarda en toparse con uno de esos chicos de la calle que (en Grecia como en la
Argentina) limpian parabrisas de automóviles en los semáforos. El niño es refugiado
albano, perseguido por la policía y de algún modo un alma gemela del protagonista. Tiene
toda la vida por delante... ¿pero qué vida es esa? Y está casi tan solo como
Alexandros. El binomio por momentos marcha, imponiendo la sensación de que Alexandros
encontró en el muchacho a un compañero de ruta, a ese contacto humano que tanta
falta le hacía (su esposa murió y su hija no lo quiere casi nada). Pero en otros se
empantana, porque la actitud del viejo es demasiado sobreprotectora e ingenua: parece que
lo quisiera "salvar". Para peor, Angelopoulos mete por la ventana una peripecia
con traficantes de niños (dibujados con bastante torpeza) para sumergirse a medias en las
aguas de una "crítica social" que, de cualquier manera, no tenía mucho que
hacer aquí.
La presencia del pasado no ha sido
resuelta mediante flash backs convencionales sino a través de unos recuerdos en
los que la figura del protagonista conserva su apariencia actual, y hasta la misma ropa.
Alexandros es como un espectro en dichos tramos, como si volviera por última
vez a ser protagonista y al mismo tiempo observador de las alegrías de antaño.
Como versión de la nostalgia no está nada mal. Transpira mucha melancolía, se palpa.
Pero Theo la usa tantas veces que se gasta. Otros recursos, como la aparición de un poeta
extranjero que paga por oír nuevas palabras (sí, como leyó), evocan a los fantasmas y
cursilerías tristemente célebres de Eliseo Subiela, lo que, por supuesto, no habla en
favor de Angelopoulos ni de las imágenes. Por lo demás, Alexandros nunca se saca un
sobretodo demasiado similar al que este mismo Ganz, diez años antes, paseaba por las
calles de Berlín en Las alas del deseo (bufanda incluida). Y hay un viaje en
colectivo en el que pasan tantas cosas raras que ni Kusturica.
Guillermo Ravaschino
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