No les voy a hablar de las "escenas nunca vistas" ni voy a
entrar en comparaciones entre la versión de 1973 y ésta, que lleva
el ya dudoso sello de "Director's Cut", básicamente porque se
trata de la misma película.
El exorcista está
vigente, no del todo, pero vigente al fin. Ahora dura dos horas diez y lo
que más me llamó la atención tiene que ver con esto. Si le agregaron
quince minutos de escenas nunca vistas... ¿cómo no se les ocurrió
cortar por lo menos otro tanto de la introducción? El planteamiento, con
unos cuantos curas por un lado y una niña aparentemente normal que vive
con su madre por el otro, es excesivamente largo, ocioso y está plagado
de falsas secuencias de enlace (que no enlazan momentos fuertes sino
tiempos más o menos muertos, dispersos). No es fácil llegar a los
primeros indicios de la presencia de Satanás con los ojos del todo
abiertos.
Satanás está en Regan, la
nena de ocho años que fue el trampolín, y de algún modo también la
tumba, de la carrera de Linda Blair. Los médicos, una vez más, no atinan
con el diagnóstico. Que el lóbulo frontal (o lateral, ya no recuerdo),
que una lesión, que hiperkinesis, que un desorden neurológico. Pero no,
se trata del mismísimo Diablo. No importa por qué vino, o cuándo, lo
que importa es que empiece a manifestarse, para ver cómo resiste, cuándo
se irá –si es que se va– y cuáles serán los destrozos. En este sentido,
El exorcista podría definirse como una película conductista. Que,
una vez que arranca, empieza a ganar velocidad: de las puteadas infernales
(¡en la boca de esa niña modosita!) a las voces gruesas (cada vez más
gruesas...); de los sacudones en la cama (y de la cama) a los
vómitos calientes; de la bajada de escalera a la cangrejo al giro
de cabeza de 360º, y tantos otros pasos célebres cuyo relato me voy
a ahorrar. Algo así como la mitad de estos movimientos, montados
todos ellos en efectos especiales que en su momento eran inéditos, siguen
cumpliendo con su labor: poner los pelos de punta. Muchos otros, en
cambio, cerca están de provocar risas. No son necesariamente
"fallas" de la película, sino una prueba más de que cualquier
film añejo (pre-ochenta digamos) muy apoyado en los FX está fatalmente
condenado a perder terreno en una época como la presente.
Si se fijan bien, otra cosa
que llama la atención es que la historia se reduce casi a un único
episodio (con su preámbulo, que es tan largo como se dijo, y unas pocas
subtramas y personajes secundarios): el exorcismo. Y esto no sólo era
original o novedoso entonces, sino ahora. En las últimas tres décadas se
han visto muchos exorcismos en el cine, pero ninguno tan protagónico
como el que nos ocupa. Lo que tiene que ver con la presencia y
la prestancia de los exorcistas (Max Von Sydow y Jason Miller), de la joven
Blair (por cierto) y, por supuesto, con el talento para la puesta en escena
de William Friedkin.
Lo mejor, por lejos, es
cuando el padre Karras (lo más parecido a un hippie en sotana, aunque
suele andar de civil) llega a la casa en cuyo piso superior yace la
poseída. Todavía no la ve, pero la escucha (todos esos sonidos guturales
en general están muy logrados). La cara y el gesto de Karras reflejan tan
bien a la niña (a esa niña) y anticipan tan intensamente la
que se nos viene que, bueno, es toda una emoción. Ahí se me puso la
piel de gallina.
Lo que resta es
bienvenidamente breve. Y el final, estupendo.
Guillermo Ravaschino
|