No sé bien a qué edad se
deja de creer en Papá Noel. Y como soy judío, nunca tuve Navidad, ni Papá
Noel, ni regalos, ni nada relacionado con la magia o el espíritu navideño.
En fin. Me imagino que los ocho o nueve años debe ser una edad clave. Los
niños empiezan a hacer números (¿recorrer todo el mundo repartiendo regalos
en un par de minutos?), atan cabos y terminan sospechando de sus propios
padres. Los padres, sigo imaginando, llegado este punto tienen dos
posibilidades: pueden admitir la mentira de una vez o pueden tratar de
alargar el jueguito por un par de años más. Si optan por lo segundo, El
Expreso Polar les va a venir bien. El protagonista de esta road movie
navideña y digital está justamente en esa edad de "escepticismo
discreto" y no sabe muy bien en qué creer. Entones llega el Expreso Polar
para llevarlo al Polo Norte, a ver al Gran Jefe en persona.
Como casi
todos los films infantiles, El Expreso Polar es un film altamente
episódico. Los conflictos que atraviesan los personajes podrían estar casi
en cualquier orden. Es decir, no están relacionados: el conflicto A es
independiente del B, y el B del C. Los obstáculos se presentan, se superan,
y a otra cosa. Nuestros simpáticos amigos deben frenar el tren para que se
pueda subir un niño, atraviesan algunas bajadas empinadas a toda velocidad y
sin frenos, recuperan un boleto de tren que parecía perdido, y algunas
efímeras aventuras más. A estos conflictos se suman numeritos musicales
("conmovedores" o "divertidos") y escenas didácticas o educativas (aprender
a confiar en uno mismo, obedecer a los mayores, no pegar chicle en el pelo a
las mujeres).
Una vez que
nuestro protagonista se sube al tren, conoce y conocemos a sus compañeritos
de viaje, un grupo políticamente correcto, bien heterogéneo: una chica
negra, un nerd rubio y prepotente y... ¡un pobre! Las películas y
series infantiles ya nos tienen acostumbrados a estos zoológicos humanos,
así que esto no es novedad. Lo que es un poco novedoso es el personaje del
pobre. Retraído, desconfiado y un poco lánguido, parece estar todo el tiempo
como pidiendo permiso para participar en la aventura. Y al final, cuando el
boletero del tren –un ser digital que se parece a Tom Hanks– empieza a
repartir consejos (saber liderar, tener fe, tener paciencia), al pobre pobre
le toca un consejo de lo más extraño: aprender a confiar en los demás. Como
si confiando en los demás a los pobres siempre les hubiera ido fenómeno. Si
bien es un tanto rebuscado interpretar ideológicamente una película hecha
para chicos de ocho años que sólo pretende emocionar un poco y transmitir
el espíritu navideño, es un detalle que no se puede dejar pasar. Además:
¡pongan pobres con más onda!
Uno de los
problemas más graves que padece la película (como gran parte del cine
realizado por computadoras) es la digitalización pretendidamente realista de
seres humanos. Mientras los detalles del tren, del Polo Norte y del paisaje
son perfectos, hay evidentes fallas con las personas, especialmente con la
textura de la piel, los rasgos y expresiones faciales y los movimientos, que
son bien torpes. No sé por qué pasa esto –de ceros y unos entiendo poco y
nada–, pero hasta que la tecnología zanje la brecha, se impone buscar alguna
solución a este inconveniente, porque el desfase cada más exacerbado entre
la gente y su entorno es estéticamente chocante. No habría estado mal, se me
ocurre, caricaturizar a los personajes.
Más allá de
algunos hallazgos visuales, como el plano secuencia del boleto de tren que
recorre la noche glacial a pura voltereta aérea (Zemeckis ya había hecho
algo parecido con la pluma de Forrest Gump) o un número musical
absurdo sobre el chocolate caliente, El Expreso Polar no tiene mucho
que ofrecer al público adulto. O por lo menos a mí. La voz de Tom Hanks es
omnipresente, el Polo Norte se parece a las ciudades industriales inglesas,
los duendes y su metodología emulan a la Gestapo, y al final todo sale bien:
los chicos se divierten y aprenden. Ñoñísima. Ya lo canta Kyle en "Mr.
Hankey The Christmas Poo" (el episodio110 de South Park): "que feo ser judío
en Navidad".
Ezequiel Schmoller
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