No hace más de tres
años que se estrenó en la Argentina una película, a estas alturas ya editada
en DVD, que sin ser idéntica a la que ahora nos ocupa tiene más de un punto
en común con ella. En sus zapatos, de Curtis Hanson y con Cameron
Diaz, Toni Collette y Shirley MacLaine, era la historia de dos hermanas que
en un momento dado se ponían en contacto con su abuela, el grupo de gente
que vivía con ella en una de esas comunidades para ancianos del oeste de
Estados Unidos, los problemas de la vejez y la conciencia de la muerte como
piedra de toque para sus vidas vacías de afecto. En el estreno
cinematográfico que nos ocupa los hermanos son de distinto sexo (Laura
Linney y Philip Seymour Hoffman), no se ven nunca y lo que deben afrontar es
la demencia senil de su padre, pero la diferencia entre una película y la
otra es la que existe entre la asumida y digna condición industrial de
aquélla y la pretendida superioridad típica de cierto cine independiente
neoyorquino de ésta. Es más, así como los protagonistas de la película de
Hanson viajaban del Este invernal y oscuro al Oeste cálido y luminoso, los
personajes de La familia Savage efectúan el recorrido inverso.
Mi abuela decía que muchos
quieren “cagar más alto que el culo”, y esa frase le va de perlas a esta
película, que se deleita en la fealdad y en la miseria moral y física. Para
justificar la escatológica frase, cabe destacar que el desencadenante de la
crisis que reunirá a padre e hijo es un incidente en el que el primero
escribe en la pared de su baño con materia fecal. Luego se suceden, sin
solución de continuidad, diálogos o situaciones en los que siempre asistimos
a una manifestación de crueldades y humillaciones varias que, sumadas y sin
respiro alguno (salvo el encuentro con el nigeriano casi sobre el final del
film), son tan irreales como el optimismo irreflexivo del tipo de películas
a las que ésta se propone como variante. Puestas a modificar la realidad,
que es lo que resulta de cada acción estética más allá de que se lo proponga
o no directamente, prefiero las otras películas. No por negadoras del lado
oscuro de la vida, sino porque al verse obligadas a transfigurar más
radicalmente la siempre dolorosa materia prima de la experiencia humana,
están más cerca del arte que expresiones perezosas como esta, que descansan
cómodamente en el rápido reflejo emocional que provoca ver duplicados y
expandidos en la pantalla grande los mismos dramas que nos acosan en la vida
cotidiana.
Esto no
significa que el cine deba evitar el sufrimiento, pero sí que las formas de
exponerlo revelan cuál es el sentido que mueve a los autores. Naturalmente,
todos somos sensibles al sufrimiento y una película como esta, que termina
exhibiendo de principio a fin y sin conmiseración alguna la soledad
irredimible de cada uno de los personajes, hace sufrir y llorar a
cualquiera. Pero una vez superada esa instancia de reacción casi orgánica al
dolor que la mayoría compartimos, nos vamos dando cuenta de que esos mismos
dolores son expuestos por otros films y otros cineastas con un grado de
pudor que no atenta contra la dignidad de los personajes, y por extensión la
nuestra. En la secuencia en la que el padre que apenas puede caminar
necesita imperiosamente ir al baño mientras viaja en avión, no era necesario
añadir el detalle de que se le bajen los pantalones en medio del trayecto.
Aun si aceptáramos la inclusión de ese incidente, es imperdonable filmarlo
en plano general y desde un punto de vista que no corresponde al de ningún
personaje sólo para que veamos el culo con pañales de ese hombre derrotado
por la vejez.
Como esos, hay muchos
ejemplos más de maldades gratuitas y, sabiendo que Alexander Payne, director
de Las confesiones del Sr. Schmidt y Entre copas, es uno de
los productores ejecutivos de este film, no sorprende en lo más mínimo. Sus
películas se caracterizan por exponer las situaciones más ridículas a las
que la vida nos somete y por someter a sus personajes, y a nosotros con
ellos, a todo tipo de situaciones ridículas. Hay un goce perverso que, en su
mejor film (Election), se justificaba en parte al pegar un salto
interpretativo y proponerse como crítica al sistema electoral norteamericano
–aunque cabría preguntarse qué propone Payne como variante de la democracia
representativa–, pero en manos de esta directora nada de ello sucede. Sólo
nos queda el sabor amargo de asistir durante casi dos horas a la exposición,
dosificada pero continua, de la imbecilidad ajena. Porque eso es lo que hace
Tamara Jenkins, diseñar una galería de personajes mezquinos o tontos, y
aprovechar cuanto fotograma tiene a su disposición para mofarse de ellos.
Particularmente irritante es el despliegue de citas culturales
descontextualizadas cuya única función es la de revelar la ignorancia de
alguna criatura. Así pasan nombres como los de Josef von Sternberg
confundido con Erich von Stroheim por un secundario prontamente
corregido, Sam Shepard y Brecht, partituras de este último y Kurt Weill o
secuencias de films clásicos que no es necesario conocer para saber de qué
va la película o hilar una segunda lectura todavía más enriquecedora, sino
simplemente para no sentirse afuera de la misma. Como cuando uno asiste a
una conversación en la que todos se obstinan en intercambiar contraseñas
culturales con el único sentido de mandarse la parte.
Marcos Vieytes
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