Desde una canción escrita hace ya bastante tiempo, el rockero argentino Miguel Cantilo
pregonaba: "el mundo está enferno, nosotros no... ". ¿Suena ingenuo? Quince
años después, en 1998, un joven director norteamericano consagrado en el Sundance
Festival propone la idea opuesta a través de un largometraje que insume dos horas y
fracción. Tanto o más ingenua que la de Cantilo, inmensamente más oscura y
desahuciante, la mirada de Todd Solondz poco y nada le reprocha al "mundo". Pero
se posa despiadamente sobre las criaturas que lo habitan (a partir de un abanico que
parece querer expresarlas a todas) y les administra la extremaunción mediante un trámite
sumario, inapelable, que no deja títere con cabeza.
Felicidad es un film coral, un
poco a la manera de aquellos títulos de Robert Altman (Ciudad de ángeles, Prêt
A Porter) en los que una misma ciudad, y un puñado de circunstancias más o menos
aleatorias, establecen lazos entre protagonistas múltiples. La ciudad es la cuna del
director, Nueva Jersey. Allí viven las hermanas Trish, Joy y Helen Jordan, cuyas parejas,
vecinos, familiares y compañeros de trabajo completan el coro de marras. Joy (Jane Adams)
es desgarbada, algo distraída, y su condición de cantautora frustrada (trabaja de
telefonista) le ganó una etiqueta condenatoria de sus hermanas: loser. Joy tiene
aires hippies. Pero quedan brutalmente desmentidos cuando consigue un trabajo...
en el que debuta como rompehuelgas. Las otras dos no son menos perdedoras, aunque de un
modo peculiar. Trish (Cynthia Stevenson) goza de muy buena posición gracias a los
ingresos de su marido. Y no hace otra cosa que administrarlos en bien de esa familia
tipo que encarna la máxima de sus aspiraciones terrestres. Hace años que no hace el
amor con su esposo, lo que no le impide susurrar entre sueños que será "suya, por
siempre suya", no importa lo que pudiera suceder. Helen (Lara Flynn Boyle) es fría
como un témpano. Confecciona y publica relatos sensacionalistas escritos en primera
persona sobre estupros, violaciones y otras yerbas. Experiencias por las que nunca pasó.
Los demás roles nutren una galería de
entidades más o menos repugnantes. El vecino perverso, que no puede fornicar en vivo
y en directo y se aboca a muy groseras "violaciones" telefónicas. La vecina-killer,
que guarda en la heladera, prolijamente envuelto en rolopac, el pene de su
víctima. El marido-Mr. Hyde, impecable psicoanalista entregado a violar niñitos
en sus horas libres. Los inmigrantes rusos, africanos o taiwaneses, irremediablemente
brutos... cuando no ladrones. Los trabajadores sociales en huelga agitando pancartas con
una única reivindicación, "¡Beneficios!", como si fueran capitalistas. El
tono de estos y otros sujetos es de un cinismo monstruoso, invariable, deliberadamente no
realista, que los convierte en caricaturas de seres humanos. O en animales pérfidos. Las
pasiones, cuando las hay, giran en torno de pulsiones básicas, generalmente relacionadas
con manifestaciones enfermizas del deseo sexual, que desembocan en unos cuantos segmentos de
impacto gratuito y morboso.
Felicidad tiene muy pocos
tramos humorísticos y es aplastantemente monocorde. Ya la primera secuencia, una cena
durante la que Joy termina de separarse de su novio, muestra a dos entes balbuceantes, de
mirada hipnotizada, que alternan agresiones y comentarios triviales con el mismo semblante
inmutable que, algo después, exhibirán todos los otros personajes. Las consecuencias del
accionar de esta suerte de robots crecen con el correr del metraje. Lo que no cambia es su
condición de monstruos, establecida a rajatablas desde la primera aparición en pantalla
de cada cual. Esto parece tener muy poca relación con la crítica social con la que
tantos "expertos" relacionaron a Felicidad y mucha con la vanidad
y los prejuicios de Todd Solondz, que a fuerza de cuestionar a todos, en realidad no
cuestiona a nadie.
Guillermo Ravaschino
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