Es evidente que el cine yanqui dista de haber resignado su misión
colonizadora. Una cruzada que tiende a agravarse por la escasez de buenos,
ya no digamos grandes, directores. Hoy la mitad de las películas no
disimula que la historia es un pretexto para afianzar determinados valores
nacionales, alentar idiosincrasias y combatir enemigos reales o potenciales.
Entre la otra mitad hay algunas más peligrosas, que aparecen bajo el velo
de lo diferente, que amagan con ser profundas e inteligentes para recalar,
más o menos conscientemente, en aquellos temores, mitos y valores que se
suponen caros al pueblo norteamericano. Este es el caso de Fin de semana
de locos, un film que en los primeros minutos rebosa de buenas
intenciones, pero que empieza a traicionarse a sí mismo. Y que caminará
para atrás hasta deshacer con su marcha el arduo trecho recorrido.
El protagonista es un perdedor, Grady Tripp (Michael Douglas), profesor
de Literatura de 50 años que inicia en un fin de semana el camino que lo
devolverá a la civilización. Es un infeliz al que el éxito de un
libro que escribió en su juventud le pesa sobre las espaldas. Un inmaduro
que, a pesar de la edad, usa el pelo largo y fuma marihuana durante todo el
día. Un escritor a la antigua, que se enfrenta día a día con la hoja en
blanco en la máquina de escribir.
Hete que un importante evento se desarrolla en la Universidad adonde
trabaja este profesor, algo así como una Feria del Libro en la que
escritores y editores coinciden por un fin de semana. Grady no se muestra
muy entusiasmado por el acontecimiento. Es más: lo trastorna saber que su
editor (Robert Downey Jr.) viajará hasta allí más interesado en leer el
prometido manuscrito de su segunda novela (un delirio narrativo de dos mil
páginas al que no logra darle forma), que en asistir a ese circo literario.
Pero esta preocupación irá cediendo ante otras. Grady se entera de que su
amante (Frances Mc Dormand), esposa de su jefe en la Universidad, espera un
hijo suyo. Grady inicia amistad con su alumno dilecto (Tobey Maguire), un
joven mitómano que en menos de 48 horas provocará un par de desastres, se
erigirá como un talentoso escritor en ciernes, descubrirá su
homosexualidad y se iniciará, con la ayuda de su profesor, en el consumo de
las drogas.
Así como en Después de hora Griffin Dune se embrollaba más y
más por involucrarse en todas las situaciones que lo rozaban, en este caso
el profesor Grady vive un fin de semana de locos más por su intromisión en
asuntos ajenos que por ocuparse de sus propios problemas. Allí está el
quid de la cuestión: el escritor prefiere mezclarse en asuntos triviales
para evitar pensar y tomar decisiones que lo lleven, de una vez por todas, a
la madurez. ¿Y si un par de golpes oportunos hacen que Grady tome
conciencia y se convierta en adulto?
Lo más triste de esta historia es que el concepto de transformación que
plantea es profundamente conservador y materialista. Tanto que da miedo.
Cuando todas las máscaras de Fin de semana de locos caen –algo que
ocurre sobre el final–, su mediocridad aparece al desnudo, agresiva. La
historia del protagonista, en tanto, había perdido su atractivo a partir
del momento en que decidió cambiar.
Este film de Curtis Hanson (Los Angeles al desnudo, Río
salvaje) esboza la intención de una mirada comprensiva sobre la
complejidad de las relaciones humanas, pero termina ofreciendo diálogos
vacíos, situaciones que persiguen la comicidad y alcanzan el patetismo,
personajes ricos que se van empobreciendo, climas plagados de silencio y
tensiones que se disuelven sin pena ni gloria.
Más allá de un par de datos aislados, como el hecho de que el profesor
regale marihuana a los alumnos o que el universitario experto en el mito
Marilyn aparezca como un estúpido, Fin de semana de locos se postula
como un auténtico muestrario de algunos productos por los cuales los
"estadounidenses medios" se sienten orgullosos frente al mundo: su
cine, Marilyn Monroe, su literatura, sus perdedores estereotipados, ciertos
fanatismos y hasta su pretendida amplitud de pensamiento.
Robert Downey Jr., Michael Douglas y Frances Mc Dormand logran sostener
unas cuantas escenas, pero Maguire se empeña en derrumbarlas a todas, así
como Hanson –y quien quiera que haya sido su cómplice– degradó una
película que podría haber sido muy buena.
Eugenia Guevara