El primer largometraje de Damián Szifrón tiene varios puntos de contacto con
"Los simuladores", la tira de unitarios que dirige por televisión: combina mecanismos de comedia y de
suspenso (más el agregado, en este caso, de una veta amorosa) con la presencia de temas científicos, o científico-históricos, que son
vulgarizados pero, a la vez, tratados en un tono que no deja de ser solemne.
Vi dos o tres capítulos de "Los simuladores", y siempre me costó llegar
hasta el final: los componentes serios nunca terminaban de impresionarme, mientras que los elementos cómicos no conseguían hacerme reír.
El fondo del mar ofrece segmentos
bien construidos, no le faltan tramos de interés. Pero tiene muchos
agujeros, especialmente en su segunda mitad, y termina yéndose a pique
estrepitosamente. Uno deja la sala con la sensación de haber presenciado una
película superficial... disfrazada de cosa profunda. Recuerdo cierta
famosa idea de Alfred Hitchcock: "Más vale partir del lugar común, que
llegar a él." Pues bien, El fondo del mar invierte
redondamente los términos. Si aquí y allá nos la pintan como la gran película es
porque nuestra crítica oficial, siempre permeable a la chapa que
presentan los estrenos (y este presenta muchas, incluyendo el Ombú de Plata para el film y el
Martín Fierro de Oro para "Los simuladores"), sigue dando pruebas de
fragilidad alarmante.
Esta es la historia de Ezequiel Toledo
(Daniel Hendler), un joven estudiante de Arquitectura con ideas quizá buenas
(por lo menos a juzgar por los comentarios de su docente) y a todas luces
poco convencionales, como la de edificar hoteles completamente
sumergidos bajo el agua. Ezequiel es obsesivo (de esos que enloquecen a los
mozos al pedir un desayuno), monocorde (hable de lo que fuere, siempre lo
hace en el mismo tono cansino) e impertinentemente celoso. En tres palabras: un neurótico insoportable.
Me pregunto qué habrá llevado a Szifrón a elegir a semejante pánfilo (cercano
al rol que hizo famoso a Hendler: Walter, el del aviso
de la compañía telefónica) para el papel principal. ¿Habrá creído que
encaja con el perfil del espectador argentino promedio? Ezequiel está de
novio con Ana (Dolores Fonzi), que luce menos interesada que él en la
pareja que, un poco a duras penas, sostienen. En algún momento, mientras
charla con unos compañeros de la facultad, el protagonista les confiesa:
"sólo quiero casarme y tener hijos con ella". En principio no está mal: la
enunciación encaja con el "tipo común que se verá empujado a una aventura
extraordinaria", de tantas buenas películas. Pero Ezequiel tiene tan
poca sangre que ni esta módica expresión de deseos consigue calar
debidamente en la platea.
El fondo del mar se empieza a mover cuando Ezequiel descubre que Ana le está
metiendo los cuernos. A esta altura, el "filón científico" ya ha
tenido la ocasión de instalarse poderosamente en la trama: un poco en relación con la idea del
hotel bajo las aguas
–otro poco no se sabe bien por qué–, Ezequiel viene tomando
clases de buceo, y hay todo un micromundo (que incluye personajes pero
también historias, como la de los primeros buzos y hombres-submarino) que ya
está funcionando en el "background" del film. ¿Y de qué modo? Pues
abonando la intriga, o el suspenso, ya que uno se pregunta cuándo y cómo
esta vertiente empalmará con los conflictos amorosos, y eventualmente
existenciales, del protagonista.
La cuestión es que Ezequiel decide
seguir los pasos (sin ser visto, clandestinamente) del hombre con quien
su mujer lo engañó. Este no es otro que el misterioso "A.", y Gustavo Garzón
es el encargado de animarlo. Sí que está bien Garzón: pocas palabras, y
sobre todo gestos, le alcanzan para hacer de A. un modelo del cuarentón
avivado, indolente, ventajero y de pocas pulgas (y culpas). Ezequiel
quiere saber quién es, a qué se dedica ese tipo. E inicia un largo
seguimiento
–cada uno va en su auto–
por la zona norte de la ciudad de Buenos Aires. Nosotros tambien queremos
saber, y nos metemos en el mejor tramo de la película. El
suspenso quizá sea módico, pero está ahí: ¿percibirá A. la presencia de
Ezequiel? ¿Obtendrá Ezequiel
–y junto a él, nosotros–
algún dato que confirme y complemente la radiografía de ese sujeto
repugnante? Al atractivo de este segmento contribuyen la puesta en escena y la
puesta de cámara, combinadas con la sabia decisión de sostener el punto de
vista de Ezequiel (es decir: de hacer que sólo registremos del otro aquello
que registra él). Pero el interés, hay que apuntarlo, también proviene del
asunto que pervive en el background. Después de todo, por fin cobró cierto
espesor la veta de suspenso, y la intriga, inevitablemente, también pasa por
ese otro mundo
–el submarino–
que aún posterga la hora de salir a flote.
Pero el seguimiento, en cierto punto,
se desinfla. En parte por la música incidental, que cobra excesiva
estridencia; y sobre todo porque la secuencia se hace tan larga que la
historia, como un todo, empieza a desbalancearse. Esto último, incluso,
sugiere que ya no quedan cartas fuertes en la manga del guión. Dicho y
hecho: el seguimiento desemboca en la más insólita, y por demás gratuita,
vuelta de tuerca que pueda imaginarse. Por supuesto que no la voy a
develar. Lo que importa es que resulta inconsistente a dos puntas. Porque el
perfil, digamos "laboral", que finalmente presenta A. es de lo más
inverosímil (y esto va de la mano con la naturaleza de Ana: ¿cómo pudo
llegar tan lejos con un individuo así?). Y porque la bendita metáfora
submarina todavía no conecta (ni se explica, justifica, abona o complementa)
con la novedad en cuestión.
Y aunque la vuelta de tuerca precipita
el desenlace, no hay uno sino varios finales, lo que revela que el director
y guionista percibió
que la historia no cerraba con facilidad. Los últimos minutos, pues, se
estiran como un chicle. Pero no aportan luz, o coherencia, sino nuevos
golpes de efecto, matizados por alguno que otro chiste medio infantil. ¿Y el
mundo submarino? Bien, gracias.
Guillermo Ravaschino
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