Me acuerdo de un par de líneas que la voz genial de Sarah Vaughan cantaba: a veces te
amo / a veces te odio / pero cuando te odio / es porque te amo. Con Robert Altman no
ocurre lo mismo, pero sí algo parecido. Hasta quienes lo odian, y son legión, admiten
que su cine casi siempre lo refleja. Que casi siempre se las arregla para hacer sonar sus
propias cuerdas. Que tiene cierta personalidad. No es poco.
Uno de los rasgos de esa personalidad
es la tendencia a montar películas corales, en las que el "cuento" se
cuenta y arma a partir de numerosos personajes más o menos protagónicos. La
fortuna de Cookie no escapa a la regla. Todo transcurre en Holly Springs, uno de esos
pueblitos sureños que, si no fuera por los automóviles, parecerían del siglo pasado.
Casas bajas, pocos habitantes, minúscula extensión. El film se concentra en unas pocas
criaturas para delinear la aldea. Y la aldea surge efectivamente en ellas. Altman tiene un
estilo para imponer y sostener la sensación de comunidad. ¿Pero qué pasa en
esta comunidad?
Uno de los problemas con La fortuna
de Cookie es que, al principio, pasa muy poco durante mucho tiempo. Y lo poco que
pasa, no pasa del todo bien. A ver si me explico. Tenemos a una arpía cincuentona (Glenn
Close) y a su hermana dominada (Julianne Moore). A un policía torpe e infantil que tiene
la apostura de Chris O'Donnell y a una chica "rebelde" interpretada por una
actriz que no es mala, pero que tiene mucho más chapa de modelo que de rebelde
(Liv Tyler). En su calidad de directora del grupo de teatro local, el film pinta a la
arpía cincuentona como una profesional tan despierta, activa y atenta que por momentos
bordea el ridículo, mientras que lejos de las tablas se comporta como el ser
más insensible y loco de la comarca. Risa no da, y eso que la mitad de los pasos, en La
fortuna de Cookie, están dados en plan de comedia. La hermana dominada es objeto de
una mutación tanto o más asombrosa: arranca como una mujer débil de carácter y culmina
como una oligofrénica sin vuelta de hoja.
También, claro, la tenemos a Cookie.
Aunque por poco tiempo, ya que la anciana se suicida no mucho después de comenzar. La
arpía (Glenn Close, ¿la tienen?), en nombre del "orgullo familiar", escupe
la escena del suicidio y esconde el arma para sugerir un homicidio. "El suicidio
deshonra", dice la arpía, a la sazón sobrina de la viejecita. "En nuestra
familia nunca nadie se suicidó". Como nadie puede llevar tan lejos ¡ni por
ese rumbo! al orgullo familiar, uno tiende a suponer que lo hizo por dinero. Pero el
film no se molesta en aclararlo. La cuestión es que incriminan a Willis (Charles Dutton),
un negro simpático, más tierno que un pan lactal, casi tan inocente como Sacco y
Vanzetti.
¿Qué nos queda? No el suspenso.
Palpitar la absolución o la condena de Willis (y hasta la pena capital) nunca estuvo en
los planes de esta película. Sí la cotidianidad del pueblo, la intimidad de la aldea en
esas pocas horas durante las que Willis pena injustamente en su celda (claro que lo que se
dice penar, no pena: tiene la puerta abierta y juega Scrabble con los policías). El
montaje nos paseará entre la comisaría y otros ámbitos de Holly Springs, en un apacible
vaivén que permite apreciar con qué paciencia, y por momentos imperceptibilidad, el
tiempo va haciendo su trabajo. Una estructura, casi, de thriller.
Pero la mayor parte de las situaciones,
la música (en la vertiente banjo saltarín) y las caracterizaciones pisan el territorio
de la comedia con toques costumbristas. Un terreno en el que a Cookie's Fortune
no le va del todo mal, aunque peca un poco por reiterativa. Y decididamente por larga.
Guillermo Ravaschino
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