Recientemente hemos podido ver el estupendo Primer plano, film
de Abbas Kiarostami que habla del cine y de la relación de los realizadores
con su público. Allí la historia gira alrededor del nombre de Mohsen
Makhmalbaf, y se pone en evidencia la popularidad de que este director goza
en Irán, donde ocupa el lugar de un artista de culto. Hasta ahora sólo
habíamos conocido de él El silencio, y su colaboración en La
manzana, obra de su hija Samira. Con cierta demora llega ahora Gabbeh,
un film de 1996 que demuestra una vez más que la iraní es una
cinematografía con una personalidad definida y una de las pocas que aportan
propuestas originales.
Una de las producciones más extraordinarias de Irán es la tapicería,
que tiene una tradición ancestral en la elaboración de alfombras y
tapices. Un gabbeh es una clase especial de tapiz de lana, de colores
saturados, fondo monocromo y escasos dibujos en un estilo naif, que
cuentan una historia. Las tejedoras de los gabbeh son las mujeres de
una tribu nómada del sur de Irán, pueblo de pastores de ovejas que hoy
sigue viviendo según costumbres milenarias. Makhmalbaf comenzó este film
con la intención de hacer un documental sobre la vida de las tejedoras de gabbeh,
actividad en extinción, y el resultado es una sinfonía del color. En dicha
tapicería cada color tiene un significado, y cada dibujo cuenta una
historia, generalmente de algún hecho cercano a la tejedora, quien lo lleva
al telar de una manera totalmente ingenua e intuitiva. Así también
resultó hecha la película, que comenzó como documental, sin un guión
planificado, y a medida que se iba filmando al pueblo en su deambular por la
vastedad del paisaje natural fue transformándose en un film de ficción,
cuando el director percibió la importancia de las historias humanas detrás
de cada tapiz.
Gabbeh pasó a ser también el nombre de la protagonista, una bellísima
joven que viaja con su clan, seguida desde lejos por su enamorado, sin que
ambos puedan consumar un amor prohibido por la férrea oposición paterna y
las rígidas leyes de la organización familiar. Una vez más, un realizador
iraní denuncia desde su cine la tiranía patriarcal, y el postergado lugar
al que está relegada la mujer en el Irán de nuestro tiempo. Respetada en
su función reproductora, pero sometida a los rígidos designios
masculinos.
Makhmalbaf teje su film líricamente, a partir de una pareja de viejos
que lavan un viejo gabbeh en el río, y que justamente ilustra esta
historia de amores contrariados. Las escenas de los viejos tienen un aura
mágica, de cuento maravilloso, y con sus flashbacks se elabora una
trama que hilvana los tiempos: el pasado de esa historia y el presente desde
el que se la evoca, a los que se suma el mismo tapiz, plasmando distintos niveles
narrativos.
Más allá del interés antropológico, el film ofrece un alarde de
riqueza visual, de juegos de relaciones entre la naturaleza, el paisaje y el
color. La cámara se deja llevar por las imágenes atractivas de esa gente
multicolor, enfatizando el aspecto estético más que el estrictamente
narrativo, algo que evoca a El árbol de la vida, otra película
iraní que transita el borde entre la ficción narrativa y el documento
etnográfico. La película de Makhmalbaf no deja de explotar el aspecto
folklórico y exótico, como también ocurría en El silencio, film
hecho a base de primeros planos y tomas de exquisitez visual. A partir de
una anécdota mínima, Gabbeh expone bellos cuadros sobre la vida
nómada, sobre el culto a la lana, y está atravesada permanentemente por el
elemento mágico, que la aproxima también a los cuentos de hadas.
Josefina Sartora
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