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CINEISMORECOMIENDA

GOMORRA

Italia, 2008



Dirigida por Matteo Garrone, con Salvatore Abruzzese, Simone Sacchettino, Salvatore Ruocco, Vincenzo Fabricino, Vincenzo Altamura, Italo Renda, Gianfelice Imparato.



Como mucho cine de Clint Eastwood –un ejemplo es la reciente, enorme Gran Torino–, el italiano Matteo Garrone toma un material original menor y lo convierte gracias a su ojo cinematográfico en una gran película. Si bien Gomorra es un libro y Gran Torino un guión (claro que Clint tiene en su haber algunas adaptaciones de menudencias literarias como Crimen verdadero o Poder absoluto), el resultado de esta operación revalida el poder del cine como instrumento para observar el mundo y analizarlo sin caer en sensacionalismos, puesto que ambos films hablan a su manera de un presente donde la moral se ha tergiversado. Garrone y su guionista Maurizio Braucci adaptan el libro de Roberto Saviano, una obra que –dicen los entendidos– escupe sin demasiado estilo ni elegancia una serie de revelaciones sobre el funcionamiento de la camorra napolitana. Merced al registro seco de los hechos, el director convierte entonces un material banal e interesado en la inmediatez en una obra imperecedera, que evade la "responsabilidad" de generar conciencia biempensante. En Gomorra hay un retrato real, tangible, físico que se permite digresiones surrealistas como las imágenes que tienen a dos matones de poca monta disparando al aire en calzoncillos, o a niños de 10 años conduciendo camiones con desechos tóxicos. A veces, dice el film, no hay nada más increíble que lo real.

Gomorra es una película sobre la mafia y sobre cómo ese sistema impacta en los diversos estratos de la sociedad en que se ha enquistado. Es el relato de siempre, pero mediatizado aquí por una normalización que le quita el glamour y el romanticismo habituales. No es la mafia de Coppola ni la de Scorsese ni la de De Palma la que se pasea por Gomorra. Pero no porque Gomorra reniegue de ella (está claro que los personajes de Ciro y Marco, dos muchachos virginales que juegan a montar su propio imperio criminal, tienen en el Tony Montana de Al Pacino una referencia), sino porque Garrone propone un juego de idas y vueltas con el ideario que el cine ha montado alrededor de los gangsters, y explora cómo esa idealización de lo criminal impactó generacionalmente. La secuencia que abre el film, una serie de matanzas perpetradas en un solarium, sugiere que Gomorra la irá de película de gangsters pero Garrone prontamente se desvía para concentrarse en lo que más le interesa. Los minutos iniciales funcionan como filiación para los espectadores; para introducirnos en el relato.

Gomorra atenta contra dos modas que han venido lastrando el cine de la última década. Por un lado tenemos los retratos sobre la pobreza y la delincuencia. Al igual que en Ciudad de Dios –el máximo referente de este subgénero en años recientes–, hay jóvenes de clase baja inmersos en un mundo violento donde la vida no vale nada. Pero a la estetización de la violencia del film de Meirelles, que sí intentaba funcionar alla Scorsese para justificar su escalada sanguinolenta, Garrone contrapone un estilo seco, árido, mucho más político en definitiva. No hay aquí miserabilismo alguno. En cierto momento le disparan a un menor, pero esa escena está filmada con una delicadeza que la aleja de la búsqueda (inmoral) de horror de Meirelles. Por otra parte están los inagotables relatos corales a lo Vidas cruzadas que buscan repartir premios y castigos o, en el peor de los casos, miserias para todos. Hay aquí diversos personajes importantes, pero sus vidas no se cruzan forzosamente, ni se busca extraer una simbología de ese conjunto de almas. Por el contrario, todas ellas pertenecen a un mismo lugar, y lo que se intenta mostrar son las diversas partículas que componen dicha materia humana. El de Gomorra es un registo frío, sí, pero jamás distante.

Una característica de los personajes de Gomorra es la pasividad o, al menos, el parate previo a la toma de una decisión fundamental: cruzar o no cruzar la línea que separa lo moral de lo inmoral. Hay un adolescente que aún no decide por quién tomar parte dentro del mundo criminal, un modisto cuyo jefe vende ropa para los matones, un oscuro gestor de deudas mafiosas, un joven que encuentra trabajo como secretario de un empresario que esconde desechos tóxicos, dos tarambanas que juegan a ser Tony Montana pero no matan ni una mosca. Todos ellos están embotados en un mundo que se les presenta de una única manera y no les deja otra opción que la de ser observadores... hasta que toman la decisión. Tal vez el personaje del empresario es el único que acciona, pero en cierta forma también se justifica a él mismo como una víctima del sistema. "Italia está en Europa por gente como yo", le dice a su secretario.

Gomorra tiene múltiples virtudes, tanto formales como de fondo. La manera en que la violencia entra al relato, siempre cruda y sorpresiva; los elegantes movimientos de cámara; el punto de vista que fluctúa y avanza siempre sin juzgar pero a la vez muy próximo a los personajes, cara a cara; la intertextualidad esquiva con el cine sobre mafias. Sin embargo, sobresale una verdad que termina siendo la que le da ese peso que uno siente sobre la espalda y lo acompaña cuando deja la sala. Es que a diferencia de todas esas películas que ponen al ser humano como víctima de un sistema simbolizado en el dinero (como si se tratase de un villano de caricatura), esta sabe que el dinero no es más que una herramienta, y que la auténtica catástrofe es lo que el humano hace con él en detrimento de otros humanos. La inteligencia de la película le permite partir de un mundo particular para construir una experiencia universal, persistente. Como las grandes obras.

Mauricio Faliero      


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