Como mucho cine
de Clint Eastwood –un ejemplo es la reciente, enorme Gran Torino–, el
italiano Matteo Garrone toma un material original menor y lo convierte
gracias a su ojo cinematográfico en una gran película. Si bien Gomorra
es un libro y Gran Torino un guión (claro que Clint tiene en su haber
algunas adaptaciones de menudencias literarias como Crimen verdadero
o Poder absoluto), el resultado de esta operación revalida el poder
del cine como instrumento para observar el mundo y analizarlo sin caer en
sensacionalismos, puesto que ambos films hablan a su manera de un presente
donde la moral se ha tergiversado. Garrone y su guionista Maurizio Braucci
adaptan el libro de Roberto Saviano, una obra que –dicen los entendidos–
escupe sin demasiado estilo ni elegancia una serie de revelaciones sobre el
funcionamiento de la camorra napolitana. Merced al registro seco de
los hechos, el director convierte entonces un material banal e interesado en
la inmediatez en una obra imperecedera, que evade la "responsabilidad" de
generar conciencia biempensante. En Gomorra hay un retrato real,
tangible, físico que se permite digresiones surrealistas como las imágenes
que tienen a dos matones de poca monta disparando al aire en calzoncillos, o
a niños de 10 años conduciendo camiones con desechos tóxicos. A veces, dice
el film, no hay nada más increíble que lo real.
Gomorra
es una película sobre la mafia y sobre cómo ese sistema impacta en los
diversos estratos de la sociedad en que se ha enquistado. Es el relato de
siempre, pero mediatizado aquí por una normalización que le quita el
glamour y el romanticismo habituales. No es la mafia de Coppola ni la de
Scorsese ni la de De Palma la que se pasea por Gomorra. Pero no
porque Gomorra reniegue de ella (está claro que los personajes de
Ciro y Marco, dos muchachos virginales que juegan a montar su propio imperio
criminal, tienen en el Tony Montana de Al Pacino una referencia), sino
porque Garrone propone un juego de idas y vueltas con el ideario que el cine
ha montado alrededor de los gangsters, y explora cómo esa idealización de lo
criminal impactó generacionalmente. La secuencia que abre el film, una serie
de matanzas perpetradas en un solarium, sugiere que Gomorra la irá de
película de gangsters pero Garrone prontamente se desvía para concentrarse
en lo que más le interesa. Los minutos iniciales funcionan como filiación
para los espectadores; para introducirnos en el relato.
Gomorra
atenta contra dos modas que han venido lastrando el cine de la última
década. Por un lado tenemos los retratos sobre la pobreza y la delincuencia.
Al igual que en Ciudad de Dios –el máximo referente de este subgénero
en años recientes–, hay jóvenes de clase baja inmersos en un mundo violento
donde la vida no vale nada. Pero a la estetización de la violencia del film
de Meirelles, que sí intentaba funcionar alla Scorsese para
justificar su escalada sanguinolenta, Garrone contrapone un estilo seco,
árido, mucho más político en definitiva. No hay aquí miserabilismo alguno.
En cierto momento le disparan a un menor, pero esa escena está filmada con
una delicadeza que la aleja de la búsqueda (inmoral) de horror de Meirelles.
Por otra parte están los inagotables relatos corales a lo Vidas cruzadas
que buscan repartir premios y castigos o, en el peor de los casos, miserias
para todos. Hay aquí diversos personajes importantes, pero sus vidas no se
cruzan forzosamente, ni se busca extraer una simbología de ese
conjunto de almas. Por el contrario, todas ellas pertenecen a un mismo
lugar, y lo que se intenta mostrar son las diversas partículas que componen
dicha materia humana. El de Gomorra es un registo frío, sí, pero
jamás distante.
Una
característica de los personajes de Gomorra es la pasividad o, al
menos, el parate previo a la toma de una decisión fundamental: cruzar
o no cruzar la línea que separa lo moral de lo inmoral. Hay un adolescente
que aún no decide por quién tomar parte dentro del mundo criminal, un
modisto cuyo jefe vende ropa para los matones, un oscuro gestor de
deudas mafiosas, un joven que encuentra trabajo como secretario de un
empresario que esconde desechos tóxicos, dos tarambanas que juegan a ser
Tony Montana pero no matan ni una mosca. Todos ellos están embotados en un
mundo que se les presenta de una única manera y no les deja otra opción que
la de ser observadores... hasta que toman la decisión. Tal vez el personaje
del empresario es el único que acciona, pero en cierta forma también
se justifica a él mismo como una víctima del sistema. "Italia está en Europa
por gente como yo", le dice a su secretario.
Gomorra
tiene múltiples virtudes, tanto formales como de fondo. La manera en que la
violencia entra al relato, siempre cruda y sorpresiva; los elegantes
movimientos de cámara; el punto de vista que fluctúa y avanza siempre sin
juzgar pero a la vez muy próximo a los personajes, cara a cara; la
intertextualidad esquiva con el cine sobre mafias. Sin embargo, sobresale
una verdad que termina siendo la que le da ese peso que uno siente sobre la
espalda y lo acompaña cuando deja la sala. Es que a diferencia de todas esas
películas que ponen al ser humano como víctima de un sistema simbolizado en
el dinero (como si se tratase de un villano de caricatura), esta sabe que el
dinero no es más que una herramienta, y que la auténtica catástrofe es lo
que el humano hace con él en detrimento de otros humanos. La inteligencia de
la película le permite partir de un mundo particular para construir una
experiencia universal, persistente. Como las grandes obras.
Mauricio Faliero
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