Encontrar una película
que en su pericia y habilidad narrativa esquive vicios en pos de una
relectura genérica es difícil. Quizá tan difícil como encontrar una que, en
el otro extremo, caiga en todos los lugares comunes y los utilice con la
bajeza más ramplona. La gran seducción es el ejemplo más acabado del
segundo caso.
El film
nos ubica en un diminuto pueblo que antaño subsistía de la pesca y que hoy
sobrevive gracias a la cobertura social. Allí vive un puñado de
personajes cuyo sueño es el de la fábrica propia. Para ello necesitan
cumplir una serie de requisitos. Entre ellos, el de tener un médico
residente en la isla. Así el pueblo entero se pone en marcha para conseguir
un doctor citadino y, tras ello, montar toda una puesta en escena para que
se enamore perdidamente del lugar y decida quedarse por los siglos de los
siglos.
La
gran seducción
revisita un subgénero que el cine norteamericano independiente se ha cansado
de trajinar. Y lo hace torpemente, echando mano de todos y cada uno de los
clisés que alguna vez se creyeron superados. Aquí se retoma con clima de
comedia las dificultades de una pequeña comunidad isleña olvidada. Sus
habitantes, su geografía, su historia; elementos que interactúan para poner
en marcha una galería pletórica de sensiblería, bajo una mirada que no
podría ser más retrógrada.
Otra vez
se plantea el antagonismo pueblo/ciudad como sinónimo de simpleza/caos; peor
aun, el director, en función del supuesto amor que profesa hacia sus
criaturas, las pinta ignorantes y torpes, despojándolas de toda vida para
anestesiarlas en mares de alcohol. A partir de esos seres despliega
situaciones que carecen del más mímino timing y que se vuelven
redundantes y siempre basadas en la humillación o el ridículo ajeno.
El hecho
de trabajar con situaciones o desgracias universales (el desempleo, la falta
de esperanzas) hace que la película apele a cierta empatía y a la
identificación inmediata, pero el populismo que ostenta toda la puesta
conjugado con el tono demagógico –que hacia el final cae ya en la
declamación lisa y llana– hacen que todo decante en una condescendencia que
ya no provoca risa, ni simpatía, sino lástima por los personajes.
Tras su
aparente ligereza, el director Jean-François Pouliot no escatima bajezas y
miserias para congraciarse con el espectador. Este ejercicio de
autoconciencia hermana a La gran seducción con otro monumento al
simplismo como lo fue Amélie, pero es acaso su ingenuidad y cierto
tono de fábula lo que mejor define a ambas películas. Una ingenuidad que,
por complaciente, no consigue esconder la soberbia ni la visión condenatoria
y sectaria que conlleva.
Desde
Lubitsch y Capra la comedia supo que en su pluralidad semántica, en su
combinación de lo brillante con lo oscuro –entre la desfachatez y cierta
amargura– se refuerza su hechizo. Toda una tradición cinematográfica,
ambigua pero no solemne, que refuta a quienes la tildan de "género menor".
La gran seducción, en cambio, es una lección de cine no aprendida, un
desfile de situaciones vencidas varias décadas atrás. O simplemente una
comedia vista, oída y olvidada.
Bruno Gargiulo
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