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LA GRAN SEDUCCION
(La Grande Séduction)

Canadá, 2003


Dirigida por Jean-François Pouliot, con Raymond Bouchard,
Dominic Michon-Dagenais, Guy-Daniel Tremblay, Nadia Drouin, Ken Scott, Lucie Laurier.



Encontrar una película que en su pericia y habilidad narrativa esquive vicios en pos de una relectura genérica es difícil. Quizá tan difícil como encontrar una que, en el otro extremo, caiga en todos los lugares comunes y los utilice con la bajeza más ramplona. La gran seducción es el ejemplo más acabado del segundo caso.

El film nos ubica en un diminuto pueblo que antaño subsistía de la pesca y que hoy sobrevive gracias a la cobertura social. Allí vive un puñado de personajes cuyo sueño es el de la fábrica propia. Para ello necesitan cumplir una serie de requisitos. Entre ellos, el de tener un médico residente en la isla. Así el pueblo entero se pone en marcha para conseguir un doctor citadino y, tras ello, montar toda una puesta en escena para que se enamore perdidamente del lugar y decida quedarse por los siglos de los siglos.

La gran seducción revisita un subgénero que el cine norteamericano independiente se ha cansado de trajinar. Y lo hace torpemente, echando mano de todos y cada uno de los clisés que alguna vez se creyeron superados. Aquí se retoma con clima de comedia las dificultades de una pequeña comunidad isleña olvidada. Sus habitantes, su geografía, su historia; elementos que interactúan para poner en marcha una galería pletórica de sensiblería, bajo una mirada que no podría ser más retrógrada.

Otra vez se plantea el antagonismo pueblo/ciudad como sinónimo de simpleza/caos; peor aun, el director, en función del supuesto amor que profesa hacia sus criaturas, las pinta ignorantes y torpes, despojándolas de toda vida para anestesiarlas en mares de alcohol. A partir de esos seres despliega situaciones que carecen del más mímino timing y que se vuelven redundantes y siempre basadas en la humillación o el ridículo ajeno.

El hecho de trabajar con situaciones o desgracias universales (el desempleo, la falta de esperanzas) hace que la película apele a cierta empatía y a la identificación inmediata, pero el populismo que ostenta toda la puesta conjugado con el tono demagógico –que hacia el final cae ya en la declamación lisa y llana– hacen que todo decante en una condescendencia que ya no provoca risa, ni simpatía, sino lástima por los personajes.

Tras su aparente ligereza, el director Jean-François Pouliot no escatima bajezas y miserias para congraciarse con el espectador. Este ejercicio de autoconciencia hermana a La gran seducción con otro monumento al simplismo como lo fue Amélie, pero es acaso su ingenuidad y cierto tono de fábula lo que mejor define a ambas películas. Una ingenuidad que, por complaciente, no consigue esconder la soberbia ni la visión condenatoria y sectaria que conlleva.

Desde Lubitsch y Capra la comedia supo que en su pluralidad semántica, en su combinación de lo brillante con lo oscuro –entre la desfachatez y cierta amargura– se refuerza su hechizo. Toda una tradición cinematográfica, ambigua pero no solemne, que refuta a quienes la tildan de "género menor". La gran seducción, en cambio, es una lección de cine no aprendida, un desfile de situaciones vencidas varias décadas atrás. O simplemente una comedia vista, oída y olvidada.

Bruno Gargiulo      

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