Dos o tres cosas
antes de hablar propiamente de la película: aunque se estrenó en sólo siete
salas, si lo desea puede conseguirla en el videoclub que está a solo cuadra
y media de donde trabajo (aquí en Capital Federal), o en La Salada (allende
Puente La Noria), o incluso en la feria de los bolivianos (de la calle
Lambertucci, en Escobar). Y siempre le saldrá más barato que ir, incluso, a
la primera función del Atlas un sábado. Pero les anticipo que esta no es una
película para ver en la PC o en el televisor (mucho menos en el cine).
Segunda cosa antes
de hablar propiamente de la película: en el afiche de fondo blanco como la
pureza puede verse a una niña vestida de rojo y con capucha, parada dentro
de una trampa gigante para cazar osos o algo así. Nomás da comienzo la
secuencia de créditos nos encontramos con que, en el preciso instante en que
la pantalla dice Hard Candy en flacas líneas negras sobre un fondo
nuevamente blanco de prolijo diseño, aparecen al pie unas letritas en las
que puede leerse (apenas porque las letras son tan blancas como el fondo)
Niña mala. Si para entonces usted no se imagina de qué va la película,
puede que disfrute algo de lo que sucede luego (no ha sido mi caso).
Como no tengo una
tercera cosa que decir antes de hablar propiamente de la película, paso a
contarles de qué trata propiamente Hard Candy. O no, mejor no, porque
si les digo de qué se trata no van a querer verla. Entonces les cuento cómo
empieza, que es lo mejor de todo o, para decirlo apropiadamente, lo único
interesante del film. Resulta que una adolescente está chateando con un tipo
por Internet y a nosotros nos toca ver justo el momento en que arreglan para
encontrarse por primera vez. Enseguida después se encuentran y durante los
próximos diez minutos la cámara los encierra (y a nosotros junto a ellos) en
unos primeros planos que no nos dejan saber para dónde irá exactamente la
cosa. Para colmo no hay música explicativa ni diálogos sugerentes.
Lo bueno,
lamentablemente, dura poco. Y se acaba cuando llegan a la casa del tipo.
Aquí ya comienzan las trampas, porque resulta que la presa no es la que
parece, el cazador tampoco, y esos diez minutos que parecían prometer algo
distinto derivan en un juego trivial que no termina siendo gore, ni
thriller, ni nada. No es género disfrazado de moral, ni moral disfrazada de
género. Es cierto que hay delitos ocultos en el pasado de uno de los únicos
dos personajes que pueblan la película (en los últimos cinco minutos aparece
un tercero, por Sandra Oh, la asiática de Entre copas, pero no es más
que un chiste sin gracia), como también es cierto que por momentos esta
película parece haber sido filmada por Blumberg, Feinmann o hasta por Patti.
Pero la verdad es que no importa mucho nada de esto, ni lo que pasa
(¿pedofilia? ¿mano dura? ¿asesinato? ¿castración? ¿venganza?), ni el signo
ideológico del enfoque. Todo está pensado desde el más flagrante cálculo
comercial y, encima, ni siquiera supieron hacer bien eso.
Marcos Vieytes
|