Con una quincena de películas rodadas, cinco de ellas protagonizadas por Alberto Olmedo,
se hubiera dicho que Hugo Sofovich ya estaba hecho como director. ¿Por qué se le
ocurrió volver, entonces, tras diez años de inactividad? Tal vez para aprovechar los
apetitosos subsidios que, como cabos sueltos, ofrece la presente reglamentación del cine.
Acaso para batir curiosas marcas: La herencia del tío Pepe parece hecha en 24
horas, y es tan huérfana en ideas que "supera" a los productos más inopinados
de la televisión. Sin lugar a dudas, Sofovich regresó para entregar la que es por lejos
su peor película, lo que no es poco tratándose del responsable de El telo y la tele
y Te rompo el ráting.
La anécdota es la de Cacho (Rodolfo
Ranni) y Tito (Miguel del Sel), dos porteños supuestamente piolas que se dedican a
representar "artistas". Uno de ellos, Beto César, se dedica a contar chistes
que ya eran malos veinte años ha. Cacho y Tito están fundidos: un buen día se endeudan
por 5 mil dólares con don Angel, un mafioso compuesto por Alfonso de Grazia con toda la
desgracia del mundo, y después no se los pueden devolver. Entonces ensayan una vieja
versión del cuento del tío para sacarle el dinero a ciertos cordobeses (allí está el
Negro Alvarez, más deslucido que en su breve paso por las noches de ATC): hay una
herencia, les dicen por carta, de un tal Bebeto Dunga Manubens, que los espera siempre que
paguen los "gastos de tramitación".
Por cierto que todo está matizado por
el desfile de las "potras maravillosas" anunciadas en los afiches. Ana Acosta
como la hija oligofrénica de don Angel, Gisella Barreto como la falsamente ingenua
Rosarito, María Fernanda Callejón como la bailantera que habla en capicúa. Ellas y
otras comparten el rasgo más perverso de La herencia del tío Pepe: todas están
prestas para fornicar a cambio de unos cuantos pesos, como si su condición de mujeres
bellas las convirtiera en prostitutas. También son las depositarias de la mayor parte de
las puteadas que el film derrama con generosidad. La imbecilidad, en cambio, se extiende
como una mancha de aceite sobre todos los personajes en cuestión, al lado de unas
defecciones técnicas y artísticas cortes a destiempo, furcios al por mayor que se
potencian las unas a las otras. Del erotismo, en tanto, apenas se ha filtrado una
caricatura vil: mucha música saltarina, como en las películas porno, alguna que otra
teta al aire y extenuantes bocadillos con doble sentido, que reviven las peores épocas de
la televisión pacata.
Guillermo Ravaschino |