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LA HERENCIA DEL TIO PEPE

Argentina, 1997


Dirigida por
Hugo Sofovich, con Rodolfo Ranni, el Negro Alvarez, Miguel del Sel, Ana Acosta, María Fernanda Callejón.



Con una quincena de películas rodadas, cinco de ellas protagonizadas por Alberto Olmedo, se hubiera dicho que Hugo Sofovich ya estaba hecho como director. ¿Por qué se le ocurrió volver, entonces, tras diez años de inactividad? Tal vez para aprovechar los apetitosos subsidios que, como cabos sueltos, ofrece la presente reglamentación del cine. Acaso para batir curiosas marcas: La herencia del tío Pepe parece hecha en 24 horas, y es tan huérfana en ideas que "supera" a los productos más inopinados de la televisión. Sin lugar a dudas, Sofovich regresó para entregar la que es por lejos su peor película, lo que no es poco tratándose del responsable de El telo y la tele y Te rompo el ráting.

La anécdota es la de Cacho (Rodolfo Ranni) y Tito (Miguel del Sel), dos porteños supuestamente piolas que se dedican a representar "artistas". Uno de ellos, Beto César, se dedica a contar chistes que ya eran malos veinte años ha. Cacho y Tito están fundidos: un buen día se endeudan por 5 mil dólares con don Angel, un mafioso compuesto por Alfonso de Grazia con toda la desgracia del mundo, y después no se los pueden devolver. Entonces ensayan una vieja versión del cuento del tío para sacarle el dinero a ciertos cordobeses (allí está el Negro Alvarez, más deslucido que en su breve paso por las noches de ATC): hay una herencia, les dicen por carta, de un tal Bebeto Dunga Manubens, que los espera siempre que paguen los "gastos de tramitación".

Por cierto que todo está matizado por el desfile de las "potras maravillosas" anunciadas en los afiches. Ana Acosta como la hija oligofrénica de don Angel, Gisella Barreto como la falsamente ingenua Rosarito, María Fernanda Callejón como la bailantera que habla en capicúa. Ellas y otras comparten el rasgo más perverso de La herencia del tío Pepe: todas están prestas para fornicar a cambio de unos cuantos pesos, como si su condición de mujeres bellas las convirtiera en prostitutas. También son las depositarias de la mayor parte de las puteadas que el film derrama con generosidad. La imbecilidad, en cambio, se extiende como una mancha de aceite sobre todos los personajes en cuestión, al lado de unas defecciones técnicas y artísticas cortes a destiempo, furcios al por mayor que se potencian las unas a las otras. Del erotismo, en tanto, apenas se ha filtrado una caricatura vil: mucha música saltarina, como en las películas porno, alguna que otra teta al aire y extenuantes bocadillos con doble sentido, que reviven las peores épocas de la televisión pacata.

Guillermo Ravaschino