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HOGAR, DULCE HOGAR
(Adieu, Plancher Des Vaches)

Francia, 1999


Dirigida por Otar Ioseliani, con Nico Tarielashvili, Lily Lavina, Philippe Bas, Stephanie Hainque, Mirabelle Kirkland.



Hogar, dulce hogar no es la traducción más apropiada para el primer film de Otar Ioseliani estrenado en la Argentina (tampoco lo han sido las recientes Besos para todos y La fortuna de vivir de Danièle Thompson y Jean Becker respectivamente). Adiós, tierra firme en cambio, como se la conoció en España, es decididamente mucho más justa para con los precipitados rumbos que emprenden los diversos personajes de esta película.

Hogar, dulce hogar es la historia de un joven rico que juega a ser pobre y que abandona cada mañana la lujosa mansión parisina en la que reside junto a su familia para convertirse por unas horas en lavaplatos o limpiavidrios y tomar alguna que otra copa solo o en compañía de un grupo de vagabundos que vive de la caridad y el robo. Pero también es la historia de su madre, empresaria voraz de día y excéntrica cantante lírica de noche, y de su padre –interpretado por el mismo Ioseliani–, un bohemio de lujo que pasa sus jornadas entre trenes eléctricos, prácticas de tiro poco ortodoxas y botellas de su surtida bodega privada.

Pero hay muchas otras historias alrededor de esta famila que, sin ser la de los Addams, poco tiene de muy normal. Destinos que vienen y van, que se entrecruzan elegantes en puntas de pie, como en un ballet bien practicado. Helicóptero, yate, moto, motoneta, bus, bote, patines o un cabrio 306, todo es lícito para que los personajes se trasladen infatigablemente de un lugar a otro y se encuentren y desencuentren casi sin pronunciar palabra. Es que para Otar Ioseliani, consciente heredero de Jacques Tati, el cine debe escatimar la palabra para darle paso al gesto. Ese gesto o esos gestos que Ioseliani prefiere filmar desde una cierta distancia para desdramatizarlos, o bien para volverlos comedia.

Algunos dirán que el lado más flaco de este film es la arbitrariedad de su hilo narrativo, su permanente digresión, sus historias siempre en fuga. Otros pueden arremeter contra las repeticiones, los diálogos cortos o determinados arquetipos. Pero lo que definitivamente no puede ponerse en tela de juicio es que esta fábula sobre la libertad ha sido rodada, valga la redundancia, con una gran libertad: la de un autor que no teme dejarse llevar hacia donde sople el viento.

Débora Vázquez     


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