Hay dos hombres,
dos personajes, en El hombre de al lado. Puede decirse que uno es
artista, en tanto y en cuanto tengamos ganas de pensar que el diseño y la
decoración pertenecen a la esfera del arte. El otro es su vecino, de quien
no sabemos objetivamente nada salvo que está abriendo un agujero en una
pared que linda con la casa –construida por el célebre Le Corbusier– del
artista en cuestión. Así comienza la pesadilla cómica de un conspicuo
representante del mercado cultural, interpretado por Rafael Spregelburd. El
hombre de al lado, el extraño, el otro (y no cabe duda de ello porque la
película nunca deja de filmar desde el espacio que le pertenece a
Spregelburd), es Daniel Aráoz. Así se genera una de las tensiones
fundamentales de la película, ya que la ética del protagonista es clara y
despiadadamente demolida, pero no así su estética, afín a la de los propios
realizadores. De modo que en buena medida El hombre de al lado se
mira a –y se vuelve contra– sí misma, corporizando en la figura del vecino
"grasa", concreto y por momentos avasallante, una mezcla de fascinación y
rechazo que ilumina grietas psíquicas y abismos de clase.
La irrupción de lo
inesperado en el entorno familiar hace pensar en la noción de lo siniestro,
y el atuendo negro que Aráoz porta notoriamente en dos o tres escenas podría
llamar a confusión. El suyo no es un personaje maligno. No hay villanía en
él y la película se encarga de hacérnoslo saber. Lo siniestro anida en el
luminoso ámbito compartido por el artista, su mujer y su hija, quienes
mantienen una relación distante, deshumanizada y aséptica. Cohn y Duprat,
los directores, exponen la banalidad de esas vidas de dos maneras distintas.
Una de ellas funciona mejor que la otra. Esta última consiste en un par de
gags (la clase de yoga, la sesión de escucha en el sillón) que anticipan
demasiado el remate y cargan excesivamente las tintas sobre la imbecilidad
de los personajes. Por el contrario, aquella se hace patente cada vez que
Aráoz aparece y desbarata con su sólida presencia la existencia insustancial
de los vecinos, que viven al pedo. La elección de los actores permite
unos primeros planos significativos en los que la blandura carnosa del
rostro de Spregelburd contrasta con la piel reseca de Aráoz, lo mismo que la
dubitativa voz de aquél se manifiesta impotente ante la seca, áspera y
acústica dicción de éste, no exenta de acento.
No he visto El artista pero tengo entendido que allí estos mismos
directores aplicaban su mirada corrosiva sobre el mundo de las artes
plásticas, así como en Yo, presidente entraban en otro micromundo
atravesado de códigos, reglas y grietas o intersticios. Cada una de sus
películas parece inmiscuirse y revelar mundos paralelos, habitados por seres
cada vez más encerrados en las burbujas de cristal que han construido para
sí mismos. Lo notable de El hombre de al lado es que la irrupción
violenta del vecino tiene una vuelta más en el final, cuando es otra
irrupción la que le da a la película una dimensión social y metafísica
mayor. Al lado de eso que sucede entonces, todo lo demás es simulacro. Pero
lo que entonces suceda, por más inesperado o brusco que resulte, se revelará
terrible porque no cambia nada, sino que más bien facilita la restitución
del mismo orden vacío de siempre, insensible y obsceno de tan pulcro.
Marcos Vieytes
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