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EL HOMBRE DE AL LADO

Argentina, 2010


Dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat, con Daniel Aráoz, Rafael Spregelburd, Eugenia Alonso, Inés Budassi, Eugenio Scopel, Enrique Gagliesi, Rubén Guzmán, Juan Cruz Bordeu.



Hay dos hombres, dos personajes, en El hombre de al lado. Puede decirse que uno es artista, en tanto y en cuanto tengamos ganas de pensar que el diseño y la decoración pertenecen a la esfera del arte. El otro es su vecino, de quien no sabemos objetivamente nada salvo que está abriendo un agujero en una pared que linda con la casa –construida por el célebre Le Corbusier– del artista en cuestión. Así comienza la pesadilla cómica de un conspicuo representante del mercado cultural, interpretado por Rafael Spregelburd. El hombre de al lado, el extraño, el otro (y no cabe duda de ello porque la película nunca deja de filmar desde el espacio que le pertenece a Spregelburd), es Daniel Aráoz. Así se genera una de las tensiones fundamentales de la película, ya que la ética del protagonista es clara y despiadadamente demolida, pero no así su estética, afín a la de los propios realizadores. De modo que en buena medida El hombre de al lado se mira a –y se vuelve contra– sí misma, corporizando en la figura del vecino "grasa", concreto y por momentos avasallante, una mezcla de fascinación y rechazo que ilumina grietas psíquicas y abismos de clase.

La irrupción de lo inesperado en el entorno familiar hace pensar en la noción de lo siniestro, y el atuendo negro que Aráoz porta notoriamente en dos o tres escenas podría llamar a confusión. El suyo no es un personaje maligno. No hay villanía en él y la película se encarga de hacérnoslo saber. Lo siniestro anida en el luminoso ámbito compartido por el artista, su mujer y su hija, quienes mantienen una relación distante, deshumanizada y aséptica. Cohn y Duprat, los directores, exponen la banalidad de esas vidas de dos maneras distintas. Una de ellas funciona mejor que la otra. Esta última consiste en un par de gags (la clase de yoga, la sesión de escucha en el sillón) que anticipan demasiado el remate y cargan excesivamente las tintas sobre la imbecilidad de los personajes. Por el contrario, aquella se hace patente cada vez que Aráoz aparece y desbarata con su sólida presencia la existencia insustancial de los vecinos, que viven al pedo. La elección de los actores permite unos primeros planos significativos en los que la blandura carnosa del rostro de Spregelburd contrasta con la piel reseca de Aráoz, lo mismo que la dubitativa voz de aquél se manifiesta impotente ante la seca, áspera y acústica dicción de éste, no exenta de acento.

No he visto El artista pero tengo entendido que allí estos mismos directores aplicaban su mirada corrosiva sobre el mundo de las artes plásticas, así como en Yo, presidente entraban en otro micromundo atravesado de códigos, reglas y grietas o intersticios. Cada una de sus películas parece inmiscuirse y revelar mundos paralelos, habitados por seres cada vez más encerrados en las burbujas de cristal que han construido para sí mismos. Lo notable de El hombre de al lado es que la irrupción violenta del vecino tiene una vuelta más en el final, cuando es otra irrupción la que le da a la película una dimensión social y metafísica mayor. Al lado de eso que sucede entonces, todo lo demás es simulacro. Pero lo que entonces suceda, por más inesperado o brusco que resulte, se revelará terrible porque no cambia nada, sino que más bien facilita la restitución del mismo orden vacío de siempre, insensible y obsceno de tan pulcro.

Marcos Vieytes      


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