Confieso: no tenía
ganas de ver esta película. Había leído algunas sinopsis y la sola mención
de la palabra pedofilia me había provocado aversión y una suerte de
temor por mis (prejuiciosas) suposiciones con respecto a lo que podía llegar
a encontrar. En verdad, el tema me provocaba demasiado resquemor.
En estos
tiempos, en los que la tolerancia y el relativismo permiten que los gustos
personales sean aceptados como parte de las diferencias que habilita (o
debería habilitar) la libertad reinante, es raro que encontremos una
película cuyo tema pueda parecernos, en el más cabal sentido de los
términos, provocador y riesgoso. Aunque ya hemos visto films que tocan el
tema de la pedofilia de un modo adyancente o directo (incluso algunos en los
que también actúa Kevin Bacon como Hijos de la calle o Río místico),
es frecuente que el punto de vista se centre en la víctima. Esto no
representa ningún desafío ideológico: como espectadores, no tenemos que
revisar ninguna de las cosas que ya pensamos y sentimos con respecto a ello;
en mayor o menor grado nos apiadaremos de la víctima y odiaremos al
criminal.
La audaz
apuesta de Nicole Kassell, una joven directora recién egresada de la NYU,
pasa por asumir el inusitado punto de vista del pedófilo.
La película
arranca con la salida de Walter (Kevin Bacon) de la cárcel y de inmediato
nos muestra su "reinserción" en la sociedad: alquila una casa, consigue
trabajo, se reencuentra con un pariente con el que conversa o mira
televisión, va a terapia, conoce a una chica (Kyra Sedwick; esposa de Bacon
en la vida real) con la que empezará una relación; en definitiva, lleva una
vida como la de cualquiera de nosotros. ¿Pero podrá sostenerla? La amenaza
de reincidir y volver a la cárcel está siempre presente entre miedos y
culpas, residuos lógicos de sus crímenes anteriores. Para mostrarnos a este
personaje en su intento por reconstruirse en su interior y hacia el exterior
en un presente lleno de presiones, la directora expone con maestría la
compleja matriz que se esconde en vida cotidiana del protagonista sin
excederse con tortuosos planos subjetivos. Hay pocos flashbacks que se
ubican a partir del mismo espacio del tiempo cero del relato, recurso más
que efectivo para mostrar cómo los hechos ocurridos en el pasado afectan
inevitablemente el actuar diario del protagonista.
Una
pregunta que se hace el personaje –"¿cuándo voy a ser normal?"– es una clave
para entender la increpación que el film hace al espectador. En los '70,
cuando Robledo Puch fue apresado, los diarios argentinos de la época se
encargaron de etiquetarlo y colocarlo simbólicamente "afuera" del sistema,
adjetivando al delincuente con términos como "monstruo", "demonio", etc.;
una forma de decir "este individuo es un psicópata, no tiene nada que ver
con nosotros, pongámoslo en la cárcel y sigamos con nuestra vida sin
preocuparnos". Así, las noticias de la época (amén de abogar por un
linchamiento popular, que también lo hacían) anulaban la posibilidad de un
entendimiento más complejo de un fenómeno tan cruel. Nadie podía hacerse
cargo, entonces, de la cachetada a la sociedad que representaban los
asesinatos cometidos por un "chico normal", de buena familia y posición
social. Rodolfo Walsh, en cambio, elaboró una crónica basada en los hechos
valiéndose de distintos recursos literarios para pintar al psicópata inserto
en su contexto, mostrarnos sus atributos humanos, su forma de pensar y su
escala de valores (en muchos casos compartidos por toda la sociedad: una
frase de Robledo Puch era: "Si no tenés un auto a los 20 años no sos
nadie"), y dar cuenta así de que algo de nosotros, como sociedad, estaba
encarnado en aquel "monstruo". El relato de Walsh nos estimulaba a la
reflexión, a la autocrítica; al cuestionamiento y replanteo de los propios
presupuestos cotidianos. De manera similar, con una sensibilidad admirable,
El hombre del bosque pone en cuestión al personaje (sin condenarlo,
pero tampoco compadeciéndose de él), y lo lleva (y junto con él, al
espectador) por distintos caminos en donde descubrimos que en la alteridad
es posible resolver o avivar nuestras perversiones más oscuras; en donde nos
enfrentamos a nuestra propia capacidad de entender, de perdonar. Así, el
"sentido común" está encarnado en la reacción de los compañeros de trabajo
de Walter cuando se enteran de lo que ha hecho; la visión inquisitiva y
perpleja de quién quiere comprender está puesta en la novia; el dolor y el
miedo que conviven con el amor, de parte de su hermana y su cuñado. De esta
forma (y también de otras), el espectador se enfrenta a un dilema: el de
condenar y aferrarse a lo que ya sabe, o incomodarse con la posibilidad de
no encontrar un único juicio.
El guión
hubiera dado a la directora varias posibilidades de caer en golpes bajos o
sensiblerías, pero la película está lejos de eso gracias a atinadas
decisiones: la manera en que ocurren las cosas cuando la chica se entera de
la verdad, la conducta del protagonista al observar cierto crimen que puede
llegar a cometerse, la relación de pareja en la que nunca vemos al personaje
edulcorado con acciones "tiernas" que busquen conmover (ni el protagonista
ni el espectador se olvidan nunca de lo atroz que ha hecho). Enfrentarse
consigo mismo a partir de los propios fantasmas y del reflejo de los otros
representa para Walter un riesgo permanente, llevado al extremo en los casos
en que debe manejar la culpa, el deseo y el odio al mirar, por así decirlo,
a la víctima a los ojos o ver en el otro al doble con su rostro más
terrible.
Si bien la
realización tiene muchos puntos fuertes, sobresale la destreza del montaje;
ya sea al encadenar de manera precisa una escena con otra, como en el uso de
jump cuts para sumar ambigüedad en algunas escenas. En este sentido
también es destacable, por el manejo del tiempo en consonancia con el
acontecer del personaje, la secuencia en que se suceden imágenes que operan
como síntesis de una relación sexual, en un supuesto flashforward que,
pronto descubrimos en el plano contiguo, se revela como un flashback de un
pasado inmediato. También hay inserts visuales con diálogos en off que
corresponden a otras escenas que colaboran con la agilidad del relato.
Un par de
de detalles que restan, sin embargo, pueden señalarse de manera puntual. La
puesta de cámara es más bien clásica (aunque nunca tosca) y por eso chocan
los planos picados que muestran al personaje bajar del colectivo en una
perspectiva inusual. Asimismo, la puesta en escena recae, en un momento, en
un subrayado innesesario al mostrar, en medio de las calles que recorre la
novia de Walter, un enorme cartel con la leyenda "God save children", o al
exhibir a una niña vestida de rojo como obvia referencia (ya anunciada por
el título del film, y en diálogos anteriores) a Caperucita Roja.
Otro
detalle, aunque ya ajeno a la responsabilidad de la directora, es el
subtitulado: en ocasiones expresiones mal traducidas oscurecen los matices
de los diálogos, como cuando se traduce "fairy tale" como "hadas" a secas
(un policía que acosa a Walter le pregunta si cree en ellas, cuando la
traducción más acertada sería si cree en los cuentos de hadas, que en
el contexto de la escena es una cosa bien distinta).
Las
actuaciones son medidas, impecables, en consonancia con el guión, que
plantea una compleja evolución del personaje. Y el plano final, para quien
quiera verlo, dejará una inquietud perturbadora.
En
síntesis: excelente realización; película altamente recomendable, incluso,
para las almas más sensibles, y especialmente necesaria para los espíritus
más pacatos con los que ninguna parte de nosotros querría identificarse.
Sonia Budassi
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