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HOMBRES ARMADOS
(Men With Guns)

Estados Unidos, 1997


Dirigida por
John Sayles, con Federico Luppi, Damián Delgado, Dan Rivera González, Damián Alcázar.



Pope del cine norteamericano independiente, el actor, guionista y director John Sayles abarcó las más variadas vertientes temáticas en una docena de largometrajes (su reciente Estrella solitaria, disponible en video, es una estupenda muestra de esa diversidad). Por eso no sorprende que haya convertido a las miserias y los horrores de Latinoamérica en la materia prima de su nueva película, Hombres armados, que rodó en español, maya y nahuatl (entre otros dialectos indios) con intérpretes de la región.

Federico Luppi es Humberto Fuentes, un médico acaudalado, que decide coronar su carrera entrenando a un puñado de jóvenes para que desarrollen labores médicas entre los indios. La trama irrumpe cuando se lanza a la ruta para ver qué ha sido de sus discípulos. Este primer tramo del periplo recurre a la sobreimpresión de planos y a una banda de sonido sugestiva, envolvente, que sume al viaje de Fuentes en una atmósfera surreal. Sin llegar a desafinar, a Luppi le cuesta alcanzar fluidez dentro del tono "latino neutro" que le hizo emplear Sayles, para que su película (filmada en México) no fuera asociada con ningún país en particular. Cuando la espesura y el monte reemplazan al asfalto, Fuentes se topa con Río Seco, donde debería encontrar al Dr. Cienfuegos, el primero de sus discípulos. Pero Cienfuegos no aparece y los nativos no responden el saludo. Hasta que una anciana le informa que el chico murió quemado... por los "hombres armados".

En el siguiente pueblo Fuentes conoce a Conejo, un niño huérfano que se convertirá en su guía. Los bocadillos de este chico, que se las sabe todas, están ciertamente inflados, lo que lo asemeja a los superniños que pueblan el cine norteamericano (y particularmente al de El imperio del Sol, de Spielberg). En un arrebato filantrópico, Fuentes sube a su camioneta a un soldado desertor y a un sacerdote excomulgado. Poco después, Hombres armados abandona definitivamente el surrealismo en favor del misticismo. Cierta secuencia muestra cómo una orden cruel, absurda de los de arriba, manda a los habitantes de un caserío a asesinar a un puñado de sus vecinos, sindicados como "subversivos". Los nativos protagonizan una asamblea de pocas palabras y gestos hipnotizados, en la que todos, víctimas incluidas, resuelven acatar el mandato paramilitar. Una y otra vez, el film volverá a exhibir a los hombres desarmados como los sujetos de una alienación fatal. Mudos, pasivos, doblegados. Se diría que algo le ha hecho pensar a Sayles que en la vasta América que quiso abrazar con su película (que fue filmada nada menos que en Chiapas, entre otros territorios) esta gente no tiene la más mínima posibilidad, no ya de vencer, sino de levantar la cabeza ante sus verdugos. El abombamiento de los indios, su pasividad espectral, ocupan el lugar que el muy zarandeado realismo mágico reserva a las almas en pena y los redivivos. Generalmente incisivo y preciso intramuros, de este lado del mundo Sayles prefirió recostarse en la versión oficial norteamericana sobre las "cuestiones latinoamericanas". Aquella que atribuye las tragedias de la región a la naturaleza violenta y sadomasoquista de los "latinos", pasando por alto la historia política, las relaciones económicas, la injerencia y hasta la propia existencia de los Estados Unidos.

La guerrilla, en tanto, apenas aparece como otra faceta de los que provocan muertes (y se cobra la vida de otro médico), con lo que la mirada de Sayles converge con la tristemente célebre "teoría de los dos demonios". En lo que a estructura narrativa se refiere, el relato es presa de una insólita reiteración: un mismo suceso (la llegada de Fuentes y su búsqueda frustrada del médico del caserío) es expuesto cuatro veces de modo idéntico. Y el invariable estupor del protagonista (hombre culto, grandecito ya) ante la bestialidad militar no deja de recordar las cejas alzadas de esa maestra virginal, improbable, que componía Norma Aleandro en La historia oficial. Lo que confirma al personaje de Luppi como alter ego de un director que, buenas intenciones al margen, no logró atravesar la cáscara de la situación.

Guillermo Ravaschino