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IDENTIDAD
(Identity)

Estados Unidos, 2003


Dirigida por James Mangold, con John Cusack, Ray Liotta, Amanda Peet, Rebecca Demornay, John Hawkes, Alfred Molina, Clea DuVall, John C. McGinley.



El nuevo film de James Mangold –cuyos últimos dos trabajos fueron tan disímiles como Kate & Leopold e Inocencia interrumpida– es una de esas películas que funcionan muy bien... hasta que ruedan cuesta abajo.

Estamos hablando de un thriller psicológico construido alla Hitchcock y que cuenta, en primer lugar, con una buena idea –suficientemente inesperada y escalofriante– sosteniendo su argumento. Por lo demás, el guión de Identidad no se saltea ninguna de las convenciones del género, algo que en este caso resulta ser un acierto. Tenemos a diez extraños (un chofer de limusinas, una estrella de televisión, un policía que traslada a un asesino múltiple, una prostituta que quiere comenzar una nueva vida, una pareja de recién casados y una familia que acaba de sufrir un grave accidente) a quienes una noche de lluvia interminable, con rutas y líneas de teléfono cortadas, reúne en un hotelucho tétrico y perdido, lleno de puertas que rechinan. No faltan los cortes de luz, la sangre ni el cementerio indio. Y cuando los personajes empiezan a caer uno tras otro y se ven obligados a encerrarse en un cuarto (sospechando unos de otros y sabiendo, o presintiendo, que entre ellos existe alguna conexión macabra), el director logra ponernos los pelos de punta. A todo eso, Mangold le suma un montaje rápido y efectivo, una fotografía impecable, una banda de sonido que logra en nuestro cerebro el efecto deseado sin que nos enteremos que está ahí y medidísimas interpretaciones de señores con mucho oficio como los son Cusack, Liotta y Molina.

Ahí está la primera, placentera hora de miedo, claustrofobia y vacío en el estómago que entrega Identidad (mucho mejor si afuera de la sala la noche está tan tormentosa y oscura como en la pantalla y se deja correr la sugestión). El problema es que, cuando el misterio comienza a aclararse, Mangold, lejos de encaminarse hacia la resolución que nos hubiera deparado la satisfacción de un paquete bien cerrado, sigue empeñado en sorprendernos. Y lo intenta muchas veces, pero con armas muy frágiles, con lo que el efecto es menor cada vez. Cuando finalmente cae el telón, uno revive el parlamento de cierto personaje: “su explicación es tan descabellada, que podría ser cierta”. Y siente que, en este caso, finalmente no lo fue.

Analía Crivello      


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