El mundo (o
infierno) que describe El inadaptado es gélido, aséptico, mortuorio.
Los seres que lo habitan han perdido su capacidad de sorprenderse y
emocionarse. Se han vuelto impermeables a la sangre, al dolor, a la muerte;
ni siquiera los conmueve hallar un cadáver en la calle, perder un compañero
de trabajo, o terminar una relación amorosa. Un mundo con humanos pero
carente de humanidad, casi como aquel planteado en Los usurpadores de
cuerpos por un nuevo orden extraterrestre. Un mundo que, parecen
decirnos Jens Lien y su guionista, se parece cada vez más al mundo actual,
ese que nos toca vivir día a día.
Andreas
–el
protagonista del film–
llega allí luego de suicidarse (o querer suicidarse, lo mismo da)
arrojándose a las vías del metro después de observar
perturbadoramente durante un rato largo cómo una pareja se besa en la
estación (como si se tratase de dos zombies rohmerianos). Lo transportan en
un micro para él solo, que lo deposita a las puertas de una ciudad que lo
recibe con un departamento, un empleo, la posibilidad de conocer mujeres y
todo el paquete armado. Una vez ahí, le toca habitar espacios etéreos,
compartir charlas intrascendentes con sus compañeros de oficina, cenar
platos desprovistos de gusto y aroma, coger con su novia siempre en
la posición misionera (vulgar y rutinaria si las hay). Y lo peor: soportar
que toda la gente que lo rodea le manifieste insólitamente ser feliz bajo
esas condiciones. Hasta que, pronto, se pudre.
La incapacidad de
adaptación de Andreas, o su rebelión, surge ante las tendencias
homogeneizadoras de estos tiempos (no por nada la estación de servicio
donde lo esperan en el comienzo es marca "Standard"), que lo alcanzan todo:
la arquitectura, las mercancías, las relaciones humanas. Por eso, durante el
clímax del relato perseguirá el olor de un plato que sospecha artesanal,
abundante, sabroso, único. La película nunca arroja hipótesis sobre el
porqué de este estado de las cosas (a eso tal vez haya que indagarlo en
otras, como el reciente documental Mondovino, que ahonda en la
cuestión de la estandarización de la producción vitivinícola a partir del
neoliberalismo y la globalización), pero sí ofrece una mirada melancólica
sobre la necesidad de plantarse frente a esto. O de esquivar los tan
temibles como presentes "da lo mismo" o "está todo bien" típicos de la
posmodernidad.
Es cierto que lo
que plantea El inadaptado no es ni muy original ni muy novedoso: su
Andreas recuerda bastante a aquel Sam Lowry de Brazil de Terry
William perdido entre tareas burocráticas y una sociedad indiferente, así
como la imposibilidad de escaparse de su infierno
–pese a
llegar al acto del suicidio–
hace pensar en el Bill Murray de Hechizo del tiempo. Pero no por ello
deja de ser interesante como parábola de lo que sucede en la actualidad;
especialmente, con la vida en las ciudades. Y lo hace con coherencia: con
actores que contagian la languidez necesaria a cada uno de sus personajes,
con una iluminación que da la sensación de estar todo el tiempo dentro de
una heladera, con una banda sonora que genera climas terroríficos
(originalmente su guionista, Per Schreiner, concibió el texto como una pieza
radiofónica de terror), con una cámara colocada siempre a la distancia
prudencial.
Con todo eso Jens Lien tal vez no logra un plato copioso en matices, sabores
y sensaciones como el que busca su protagonista (sin hallarlo nunca), o como
el que parece anhelar su película para el mundo en que vivimos. Pero también
es cierto que con medidos y escasos condimentos, como lo son sus escenas
netamente surrealistas, su explicitud gore y su humor negro, redondea una
receta que se diferencia de esos platos insípidos, inodoros e incoloros que
nos suelen ofrecer rutinariamente todos los jueves.
Juan Schmidt
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