Si fuera posible
trasladar la división literaria entre conceptismo y culteranismo que nos
enseñaban en la escuela a los autores cinematográficos, Sydney Pollack
seguramente no se hallaría entre los culteranos. Su poco interesante puesta
en escena, más el tibio interés que parece cultivar para con el juego
estético, evitan que sus películas sean particularmente atractivas en el
aspecto visual.
En La
intérprete apela nuevamente a un par de actores eficaces (Nicole Kidman
y Sean Penn son dos de los rostros más cautivantes de la actualidad; y el
segundo sigue siendo uno de los menos convencionales), una temática
interesante (el complot para matar a un presidente africano durante una
asamblea de las Naciones Unidas) y un formato genérico un poco avejentado
(el thriller político que ya frecuentara en 1975 con Los tres días del
cóndor) pero igualmente encantador.
Cabe decir
que el resultado dista de ser grandioso, pero tampoco es nefasto. Consigue
involucrarnos con el argumento gracias a un prólogo expresivo, unos diálogos
secos y lúcidos, la contenida relación entre una mujer que aparece en un
sitio inconveniente a una hora equivocada y el jefe de seguridad que deberá
investigar cuán creíble es su versión de los hechos, la acción dramática
concentrada en unos pocos días y unos primeros planos que saben aprovechar
la fotogenia de los protagonistas. Esto último le permite a Pollack evitar
el espectáculo histriónico que suele malograr las actuaciones de Penn y
acentuar el poderoso efecto que el rostro de Kidman siempre ejerce sobre los
espectadores.
Es cierto
que al final cede a un par de recursos facilistas y sentimentales que borran
con el codo lo trabajosamente escrito hasta entonces con la mano. Pero si
uno logra suspender toda lectura política de la trama, puede
disfrutar de la película sin mayores problemas. El que insista en
interpretarla políticamente, en cambio, encontrará varias perlas ominosas –y
ciertos actos fallidos– detrás de la prolija pátina progresista de este
director.
Marcos Vieytes
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