El director de
Ciudad de Dios puesto a fotografiar las villas miseria del Africa, en la
adaptación de una novela de espionaje. A primera vista, la elección de
Fernando Meirelles podría resultar chocante: un brasileño enviado a retratar
de manera estilizada la pobreza de los pobres niños africanos. Pero además
de una crónica lapidaria sobre la marginalidad en Río de Janeiro, Ciudad
de Dios era una historia ambiciosa y bien contada, y así se comprende
por qué Meirelles era necesario aquí, en esta buena película basada en el
libro de John Le Carré.
Justin
Quayle pertenece a una delegación del cuerpo diplomático de Gran Bretaña
asentada en Nairobi. Quayle es discreto, humilde, conciliador; suele
permanecer horas en el jardín trabajando con sus plantas. Su esposa es
exactamente lo opuesto: Tessa se sumerge en la Kibera de Kenia con su amigo
médico para atender necesidades sanitarias urgentes. La sinceridad de Tessa
le hace pasar vergüenza a Justin frente a sus colegas; él jamás se lo
reprocha. A poco de comenzar nos enteramos con Justin de que Tessa fue
encontrada muerta junto a un hombre –negro– en un lugar remoto del norte del
país. Todo indica un crimen pasional. Nadie imagina que Justin, por esta
vez, querrá investigar la verdad hasta el final –aunque no sea agradable,
aunque moleste– y seguir el rastro de los últimos días de su esposa.
Los
medios técnicos disponibles permitieron a Meirelles y su equipo filmar
directamente en escenarios naturales, con los protagonistas interactuando
con la gente local. La fotografía pinta Africa con colores saturados; la
cámara en mano se mete entre los protagonistas y la gente, que muchas veces
no sabe que está actuando, por lo que en ocasiones el film se acerca a lo
documental. Son acertados los contrastes –no sólo de color– entre la vida y
el caos de los pasillos de las villas en Kenia y las calles de Londres y de
Alemania, el gris de los aeropuertos y los trenes, el plato de comida
servido en el exclusivo club inglés. La narración va y viene, pero los
flashbacks no son convencionales ni forzados, y el tema que subyace bajo
las intrigas no queda sepultado por el vértigo del ritmo narrativo.
Por lo
general poco expresivo y contenido en todos sus papeles, el paciente
inglés Ralph Fiennes esta vez está perfecto: quizá porque Justin es
poco expresivo y contenido, y entonces Fiennes puede ser sin hacerse. Otro
tanto parece ocurrir con Rachel Weisz, una actriz que hemos visto en varios
roles pero en pocas buenas películas, y que aquí simplemente se apodera de
esa mujer atropellada, idealista, vital, que muere antes de que su marido
termine de conocerla a fondo.
Los tópicos que introduce
El jardinero fiel son serios y urgentes: en primer lugar, Africa como
una zona abandonada e invisible para el resto del planeta; el papel que
cumplen allí las grandes corporaciones –en este caso, la industria
farmacéutica– con el consentimiento de los organismos internacionales, los
gobiernos, etc. La información es certera, aunque en ocasiones no alcanza a
pintar el oscuro panorama real. Por esta razón, El jardinero fiel es
una película sombría, que da cuenta de la fragilidad de sus personajes
frente al Poder con mayúscula, ése que –como en las novelas futuristas de
William Gibson– no puede verse ni tocarse, ni identificarse con un gobierno
ni un lugar concreto, pero que existe como una fuerza omnipresente,
controlándolo todo.
María José Molteno
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