John Q. (Denzel Washington) es un obrero calificado que, pese a las
estrecheces económicas que lo acosan sin tregua, vive feliz: tiene una
esposa que es tierna y comprensiva (ni siquiera se enoja demasiado cuando,
al comienzo de la película, se llevan su auto porque su marido no pudo
pagar las cuotas) y un hijo de diez años que es una maravilla de
vivacidad y dulzura. John Q. cree en su país, en las posibilidades que
éste ofrece a quienes estén dispuestos a trabajar duro para salir
adelante. En una palabra: confía en el sistema.
Pero un hecho inesperado y terrible hará que, vertiginosamente, todas
las estructuras que sostenían su fe y su moral tambaleen: durante un
partido de béisbol su hijo se desploma, inconsciente, y es trasladado a
una clínica. Allí recibirá John la noticia que lo hundirá en el
infierno tan temido: su hijo padece una enfermedad cardíaca que lo
matará en pocas semanas. La única salida es realizarle urgentemente un
trasplante de corazón. Pero esa operación cuesta dinero, mucho dinero,
más de lo que un asalariado como John podría reunir en una vida de
trabajo. Y, sabemos, la filantropía es una palabra devaluada en estos
tiempos: si no está la plata, la operación no se hará y el chico
morirá en poco tiempo.
John Q., a pesar de la desesperación que se apodera de él y de su
mujer, sigue aferrado a sus principios. Aunque indignado por la
intransigencia de las autoridades de la clínica, acepta las reglas que
éstas le imponen e intenta reunir el dinero. Pide horas extras en su
trabajo, organiza colectas entre los familiares y amigos, malvende todo lo
que no sea absolutamente imprescindible para la subsistencia (televisor,
ropa, muebles); pero, aun así, está lejos, muy lejos de la cifra
reclamada. Intenta obtener ayuda de su seguro social, pero también le
sueltan la mano: lo que aporta John todos los meses no lo califica para
que le financien una operación tan extremadamente cara. Su hijo, mientras
tanto, ajeno a los padecimientos del padre, se acerca cada vez más a una
muerte segura. Entonces se produce en el bueno de John un cambio que dará
nacimiento a otro hombre, una toma de conciencia que lo llevará a actuar,
a rebelarse, sin importarle transgredir los valores que hasta entonces
sustentaban su existencia. La vida de su hijo –decide– vale más que
toda norma, que toda ley.
La película de Nick Cassavetes
plantea al espectador un fuerte dilema
ético: si somos víctimas de una injusticia, como la que sufre John Q.,
¿es lícito dejar de lado nuestros principios y actuar ciegamente,
violentamente, poniendo incluso en peligro la vida de otros? ¿No estamos
así justificando la crueldad que nos es impuesta, no estamos poniéndonos
del lado del verdugo? La cuestión queda abierta y, una vez terminado el
film, el interrogante quedará flotando en nuestra conciencia: si queremos
darle una respuesta, deberemos hallarla nosotros mismos.
Nick Cassavetes no propone, afortunadamente, ninguna moraleja, lo cual
lo aparta del cine mainstream norteamericano, pese a que filma con
grandes estrellas y maneja presupuestos generosos. Si bien su cine es
radicalmente distinto al de su padre (el gran John Cassavetes, creador de
obras maestras del cine independiente como Shadows o Faces),
Nick conserva de éste el marcado humanismo que impregna su obra y el
interés por los personajes, que aparecen siempre ante nuestros ojos como personas,
como seres vivos, palpitantes en su sufrimiento, con dolores y miedos que
bien podrían ser los nuestros, nunca como marionetas sin sangre que
actúan para ilustrar un argumento.
En lo estilístico, el director no duda en adoptar los procedimientos
más habituales del cine de acción americano (montaje paralelo, vibrantes
movimientos de cámara, creación de un sostenido suspenso), pero
resignificándolos y poniéndolos al servicio de la historia que nos
cuenta. No encontramos en el film ese regodeo frívolo con las
posibilidades del artificio cinematográfico que termina vaciando de
sentido; antes bien, al contrario, Cassavetes
hijo se sirve de él para
generar pensamiento en el espectador, algo muy poco frecuente en el cine
actual de todas las latitudes y mucho más raro en el que se produce en
los Estados Unidos.
Si bien John Q. presenta similitudes muy evidentes con films
como Cuarto poder, de Costa-Gavras (el conflicto central es
idéntico, a pesar de que se desencadena por circunstancias diferentes),
se torna singular debido a la profundidad de sus cuestionamientos a la
organización social de un país que, pese a autoproclamarse hasta el
cansancio el paraíso de los derechos individuales, privilegia
descaradamente los bienes materiales a la vida humana, aunque esto se
intente disimular detrás de una máscara de hipocresía y buenos modales
(como los del refinado pero insensible cirujano que interpreta
magistralmente James Woods).
En el último plano de la película, la mirada triste y cansada de
Denzel Washington nos revela que algo muy profundo ha cambiado para
siempre dentro de John Q.: ha perdido la inocencia, los valores que
sustentaba se han revelado como imposturas y lo han dejado caer. Pero
ahora puede ver lo que hay más allá de las apariencias con que el Poder
oculta la verdad: estamos solos, y lo único que nos queda es luchar,
luchar siempre, aunque el precio que debamos pagar sea el de nuestra
libertad ilusoria.
Ariel Leites