Algo sabíamos de Juana de Arco (aunque más no fuera por escuchar la famosa canción de
Los Ratones Paranoicos): la hicieron quemar. También sabíamos que directores
tan célebres como Carl Theodor Dreyer e Ingmar Bergman se ocuparon de ella en distintas
épocas. Heroína nacional, santa patrona de Francia, Juana fue capitana y musa de
las tropas del que se convertiría en Carlos VII (John Malcovich), no sin antes convencer
a los teólogos de que debía cumplir con una misión divina: guiar al ejército
de su país hacia la victoria sobre Inglaterra, la otra potencia mundial, que
mantenía ocupada la mitad del territorio francés. La famosa guerra de los Cien Años
(que no fueron cien sino algunos más, aunque con intervalos) culminaría pronto, en parte
gracias al giro favorable que el liderazgo de Juana divino o no
significó para Francia. Corría el siglo XV.
La cinta que nos ocupa es
norteamericana pero fue dirigida por un francés, Luc Besson (el de Un perfecto
asesino, El quinto elemento y Subway), y contó con un elenco
multinacional presidido por la hermosa, ascendente y excelente actriz ucraniana Milla
Jovovich. Algo curioso sucede con esta chica. Al principio su boca ¿sus ojos?
evocan levemente a la figura de Liv Tyler. Poco después empieza a insinuarse como una
gran intérprete. Actúa como en trance, se convierte en el objeto de una posesión
que ya no importa si fue la de la verdadera Juana: lo parece. Y uno se olvida de Tyler
para acordarse de un vecino de Jovovich, Nikolai Cherkasov, el ruso que le puso el cuerpo
al zar Iván en la mejor yo creo película de Sergei Eisenstein (La
conjura de los boyardos, 1945). Es la misma compenetración. Y es esta
entrega lo que rescata a Juana del misticismo que la hubiera sepultado, y con ella al
film, desde el primer minuto. Ya en la tierna infancia en la que trata de pasar todo
el tiempo posible frente a un cura, confesándose como algo después, cuando cree
descifrar las primeras señales divinas en aquella espada que se le "aparece"
entre los pastos, lo de Juana es visceral, carnal, desgarradoramente humano.
En la película de Besson todo el mundo
habla en inglés, y duele. No tanto porque De Arco y el resto de los héroes sean
franceses, como porque se los obliga a pronunciar la lengua de sus enemigos. Es extraño,
y a la vez penoso, comprobar que la primera potencia cinematográfica del planeta vuelve a
imponer su idioma contra la lógica cinematográfica más elemental. Dicen que es porque
el público norteamericano odia los subtítulos... lo que es más penoso todavía.
La historia de Juana de Arco tiene
muchos rasgos en común con la de William Wallace, el héroe nacional escocés que está
en la base de ese extraordinario film de Mel Gibson que es Corazón valiente. Los
motivos de Juana contra los ingleses son tan hondos y ancestrales como los que
movieron a Wallace. Ella también, cuando niña, vio morir a los suyos a manos de los
invasores, y hay una secuencia de violación seguida de asesinato que es esencialmente
idéntica a la del comienzo de Corazón valiente (aunque suceden cosas bien
distintas). Juana, como William, hubo de enfrentar a propios y a extraños en su patriada.
Y los traidores fueron tanto o más responsables que los invasores de su trágico final en
la hoguera. Conscientemente o no, Besson parece haber querido aprovechar estas analogías
apropiándose de rasgos de la obra de Gibson. Juana de Arco ofrece puntuales
paisajes, encuadres y hasta climas que evocan a los de Corazón valiente.
El montaje, en cambio, no podría ser más desigual. Y este es un rubro clave a la hora de
exponer batallas multitudinarias y sangrientas como las que jalonan a estas y otras
épicas del Medioevo. En las antípodas de los magistrales digo más:
insuperables cortes de Corazón valiente, que se producían un instante después
de cada flechazo (hachazo, impacto, corte de cabeza o lo que fuere), aquí se producen un
instante antes. El resultado son unas batallas que se parecen a esos motores que
perdieron compresión: hacen mucho ruido pero entregan poca potencia. Y, en este caso,
truculencia.
Lo que sí interesa es una exposición
original, y funcional, de las producciones del ingenio bélico de la época:
admirables reconstrucciones de morteros, flecheras, catapultas y ballestas
desfilan por la película. A veces lo hacen de la mano de un humor que es igualmente
funcional, aunque ya no tanto al argumento como a las limitaciones logísticas del siglo
XV: es gracioso ver cómo los comandantes de ambas potencias, a uno y otro lado de una
ciudadela sitiada, aprovechan la cercanía y la lentitud de esas pesadas armas para
consumir las treguas... puteándose a la voz en cuello.
Más allá de las fallas de montaje, lo
mejor de Juana de Arco está en unas pocas batallas en las que la convicción y fijación
de la protagonista se potencian con los infinitos materiales que hacen de la guerra un
arte. La improvisación y el cálculo, la motivación y la inspiración, el talento
individual y los empeños colectivos, todo parece fundirse en esos instantes para
proyectarlos a una nueva instancia de significación. En la que los actos de guerra, sin
dejar de serlo, se convierten en actos de amor. Tales batallas tienen algo de
coreografías extasiadas, de explosiones orgásmicas en las que Juana y sus
cofrades brillan (Tchéky Karyo, Pascal Greggory y dos o tres más resultan tan
intensos como Jovovich).
Lo peor está en la farragosa prosa que
Besson, de su propia cosecha, le endosó a la historia en su larga y postrera etapa. Allí
aparece Dustin Hoffmann como la "conciencia" de la heroína. Y no es que
Hoffmann esté mal, sino que el parloteo entre ambos mayormente ampuloso, ora
religioso, ora filosófico y moral parece querer abominar de toda la potencia y
elocuencia previas. Como si la pobre Juana, encima de tropezar en la guerra, tuviera que
pedir perdón.
Guillermo Ravaschino
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