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JUANA DE ARCO
(Joan Of Arc)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por Luc Besson, con Milla Jovovich, John Malcovich, Faye Dunaway, Dustinn Hoffman, Tchéky Karyo, Pascal Greggory.



Algo sabíamos de Juana de Arco (aunque más no fuera por escuchar la famosa canción de Los Ratones Paranoicos): la hicieron quemar. También sabíamos que directores tan célebres como Carl Theodor Dreyer e Ingmar Bergman se ocuparon de ella en distintas épocas. Heroína nacional, santa patrona de Francia, Juana fue capitana y musa de las tropas del que se convertiría en Carlos VII (John Malcovich), no sin antes convencer a los teólogos de que debía cumplir con una misión divina: guiar al ejército de su país hacia la victoria sobre Inglaterra, la otra potencia mundial, que mantenía ocupada la mitad del territorio francés. La famosa guerra de los Cien Años (que no fueron cien sino algunos más, aunque con intervalos) culminaría pronto, en parte gracias al giro favorable que el liderazgo de Juana –divino o no– significó para Francia. Corría el siglo XV.

La cinta que nos ocupa es norteamericana pero fue dirigida por un francés, Luc Besson (el de Un perfecto asesino, El quinto elemento y Subway), y contó con un elenco multinacional presidido por la hermosa, ascendente y excelente actriz ucraniana Milla Jovovich. Algo curioso sucede con esta chica. Al principio su boca –¿sus ojos?– evocan levemente a la figura de Liv Tyler. Poco después empieza a insinuarse como una gran intérprete. Actúa como en trance, se convierte en el objeto de una posesión que ya no importa si fue la de la verdadera Juana: lo parece. Y uno se olvida de Tyler para acordarse de un vecino de Jovovich, Nikolai Cherkasov, el ruso que le puso el cuerpo al zar Iván en la mejor –yo creo– película de Sergei Eisenstein (La conjura de los boyardos, 1945). Es la misma compenetración. Y es esta entrega lo que rescata a Juana del misticismo que la hubiera sepultado, y con ella al film, desde el primer minuto. Ya en la tierna infancia –en la que trata de pasar todo el tiempo posible frente a un cura, confesándose– como algo después, cuando cree descifrar las primeras señales divinas en aquella espada que se le "aparece" entre los pastos, lo de Juana es visceral, carnal, desgarradoramente humano.

En la película de Besson todo el mundo habla en inglés, y duele. No tanto porque De Arco y el resto de los héroes sean franceses, como porque se los obliga a pronunciar la lengua de sus enemigos. Es extraño, y a la vez penoso, comprobar que la primera potencia cinematográfica del planeta vuelve a imponer su idioma contra la lógica cinematográfica más elemental. Dicen que es porque el público norteamericano odia los subtítulos... lo que es más penoso todavía.

La historia de Juana de Arco tiene muchos rasgos en común con la de William Wallace, el héroe nacional escocés que está en la base de ese extraordinario film de Mel Gibson que es Corazón valiente. Los motivos de Juana contra los ingleses son tan hondos y ancestrales como los que movieron a Wallace. Ella también, cuando niña, vio morir a los suyos a manos de los invasores, y hay una secuencia de violación seguida de asesinato que es esencialmente idéntica a la del comienzo de Corazón valiente (aunque suceden cosas bien distintas). Juana, como William, hubo de enfrentar a propios y a extraños en su patriada. Y los traidores fueron tanto o más responsables que los invasores de su trágico final en la hoguera. Conscientemente o no, Besson parece haber querido aprovechar estas analogías apropiándose de rasgos de la obra de Gibson. Juana de Arco ofrece puntuales paisajes, encuadres y hasta climas que evocan a los de Corazón valiente. El montaje, en cambio, no podría ser más desigual. Y este es un rubro clave a la hora de exponer batallas multitudinarias y sangrientas como las que jalonan a estas y otras épicas del Medioevo. En las antípodas de los magistrales –digo más: insuperables– cortes de Corazón valiente, que se producían un instante después de cada flechazo (hachazo, impacto, corte de cabeza o lo que fuere), aquí se producen un instante antes. El resultado son unas batallas que se parecen a esos motores que perdieron compresión: hacen mucho ruido pero entregan poca potencia. Y, en este caso, truculencia.

Lo que sí interesa es una exposición original, y funcional, de las producciones del ingenio bélico de la época: admirables reconstrucciones de morteros, flecheras, catapultas y ballestas desfilan por la película. A veces lo hacen de la mano de un humor que es igualmente funcional, aunque ya no tanto al argumento como a las limitaciones logísticas del siglo XV: es gracioso ver cómo los comandantes de ambas potencias, a uno y otro lado de una ciudadela sitiada, aprovechan la cercanía y la lentitud de esas pesadas armas para consumir las treguas... puteándose a la voz en cuello.

Más allá de las fallas de montaje, lo mejor de Juana de Arco está en unas pocas batallas en las que la convicción y fijación de la protagonista se potencian con los infinitos materiales que hacen de la guerra un arte. La improvisación y el cálculo, la motivación y la inspiración, el talento individual y los empeños colectivos, todo parece fundirse en esos instantes para proyectarlos a una nueva instancia de significación. En la que los actos de guerra, sin dejar de serlo, se convierten en actos de amor. Tales batallas tienen algo de coreografías extasiadas, de explosiones orgásmicas en las que Juana y sus cofrades brillan (Tchéky Karyo, Pascal Greggory y dos o tres más resultan tan intensos como Jovovich).

Lo peor está en la farragosa prosa que Besson, de su propia cosecha, le endosó a la historia en su larga y postrera etapa. Allí aparece Dustin Hoffmann como la "conciencia" de la heroína. Y no es que Hoffmann esté mal, sino que el parloteo entre ambos –mayormente ampuloso, ora religioso, ora filosófico y moral– parece querer abominar de toda la potencia y elocuencia previas. Como si la pobre Juana, encima de tropezar en la guerra, tuviera que pedir perdón.

Guillermo Ravaschino