El
juego de la silla
es, básicamente, una familia. Cuando la directora pensó en esta historia, no
tenía en claro la estructura, los conflictos, la puesta en escena ni el
final. Tenía en mente a un grupo de personas frente a una situación muy
concreta: Víctor vive en el extranjero y está de paso, por un día, para
visitar a su mamá y a sus hermanos. Todos están muy ansiosos por su llegada
y esperan compartir con él los rituales del pasado y el afecto acumulado por
largo tiempo. Los Lujine –que de ellos se trata– fueron lo primero que
surgió; después se convirtieron en una película y en una obra de teatro,
alternadamente (primero se rodó, luego se montó la obra teatral durante un
año, y por último se editó y terminó el film).
A partir
de la lograda caracterización de cada uno de los personajes, de la premisa
de la reunión familiar preparada para el hermano mayor y acotando los
tiempos y el espacio a un solo día y lugar, Ana Katz desarrolla una comedia
de situaciones en la que el humor se cuela a través de la pausada
observación de lo cotidiano. Las secuencias se van sucediendo y el concepto
es siempre el mismo: lo habitual y, aparentemente, más normal del mundo (un
diálogo, una comida, un juego) comienza a coquetear con la locura y se tiñe
de patetismo. Es el patetismo de lo cotidiano puesto en escena; lo cercano y
conocido que se vuelve siniestro visto con otros ojos.
La
narración trabaja sobre esa delgada línea entre la “normalidad” y la
“locura”. Va y viene entre la identificación del espectador con los
personajes –cualquiera estuvo en una escena similar– y la vergüenza ajena
que produce la exposición de las miserias, la estupidez o la verdad
inconfesable. Todo esto produce risas, pero, sobretodo, una tensión
insoportable. El montaje lento, la puesta en escena algo teatral, la
seriedad con que se toman los Lujine cada uno de los ritos (muchas veces
absurdos o ridículos) que llevan a cabo, terminan de definir el tono y
refuerzan la sensación de que en cualquier momento algo va a explotar.
El film
abre con un avión que está por aterrizar y empieza a presentar a cada uno de
los personajes. Además de describirlos y de dar pistas sobre lo que está por
ocurrir, el relato hace saber que los roles están bien definidos en la
familia: cada cual cumple con un papel inamovible. Andrés (Nicolás Tacconi)
es rebelde, despreocupado, desordenado y algo “vago”. Laura (Ana Katz) es un
poco tonta, ingenua, insegura, muy “nena” para la edad que tiene. Lucía
(Luciana Lifschitz) es la hermana menor, llena de entusiasmo y gracia.
Silvia (Verónica Moreno), la ex novia de Víctor, es amiga de la familia,
callada y tímida, tiene la ilusión de que él la siga queriendo. Nélida
(Raquel Bank) es la jefa del hogar y es quien digita los pasos a seguir
durante el día de agasajos a Víctor (Diego De Paula). Sus deseos son
órdenes; no se le puede decir que no a una madre...
Durante el
único día juntos, los Lujine comparten una cena y charlan –frase hecha tras
frase hecha– sobre el clima o el tango en Europa. Víctor debe recordar (y
cantar) su canción preferida y mirar los videos de su infancia. Laura le
dedica varios dibujos y –contra la voluntad de todos– desafina una balada
con su guitarra. Lucía realiza una coreografía con música latina a todo
volumen. Andrés despliega un elemental inglés para dialogar con su hermano y
complacer, una vez más, a mamita. Así, entre éstas y otras
situaciones similares, más que un gran conflicto, El juego de la silla
va sumando pequeñas tensiones.
El clima
festivo que debía tener el reencuentro de los Lujine choca con la decepción,
la bronca y el dolor cuando las horas no alcanzan, el amor los desborda, las
cosas no salen como lo planearon y los juegos se convierten en algo más que
eso. Justamente, el juego (que da nombre al film) de correr alrededor de la
silla hasta que queda un solo ganador condensa todo el sentido contenido en
el film y, cuando estalla, desencadena mucho más que el final de la
película.
Yvonne Yolis
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