Así
fue como Don Eliseo materializó un cine falto de emoción e imaginación,
amparado en la tramposa estrategia de rodearse de escenarios y manierismos
locales con la intención de lograr una complicidad ilusoria en el
espectador, ese que espontáneamente había ido a ver la cama voladora de
Oliverio (Dario Grandinetti).
Seguramente reflexionado sobre estos hechos y tratando de revivir
aquellos buenos tiempos, el realizador se embarcó en la empresa de
realizar una secuela francamente inesperada. Los resultados están a la
vista.
Las cosas han cambiado, pero a Subiela parece no importarle: su poeta
errante, vago y mal entretenido sigue buscando la mujer ideal que
lo haga volar. Cree encontrar cierta magia en una voluptuosa hembra
(Carolina Peleritti) capaz de encender una bombilla al contacto de sus
dedos mientras hace el amor, pero al poco tiempo se desengaña ante la
realidad inevitable de la convivencia.
Lerdo y perezoso, Oliverio parte hacia España (coproducción obliga)
para encontrarse con Ana, el amor de su vida, la prostituta montevideana
que lo hizo volar... para desencantarse con un pálido reflejo del pasado.
Y ahí mismo descansa el problema básico de esta película: la magia
original que funcionaba a un nivel primario en un momento determinado de
nuestro inconsciente colectivo (comienzo de los noventa, cuando la
globalización y la muerte de las ideologías todavía eran tema para
debatir en cualquier café porteño) hoy resulta una empresa innecesaria,
que no ofrece ninguna sorpresa estimulante.
Acá están presentes todas las peculiaridades del primer film: la cama
predadora, Sandra Ballesteros (por si alguien la extrañaba) y las
múltiples personalidades de Oliverio. Pero todo es previsible y, encima,
inexplicablemente moroso.
Como todas las historias a las que nos tiene acostumbrado este
director, esta va detrás de una obsesión. Que en este caso es el
capricho de Subiela por querer mostrarlo todo: la Muerte, el Tiempo, el
Amor, el Desamor, la Poesía, la Ciudad (sí, todo eso con mayúscula)...
aunque no pasa de las obviedades del tipo "¡La puta que vale la pena
estar vivo!", reemplazada aquí por un no menos bochornoso:
"¡Por la vida, carajo!".
Las cosas evidentemente han cambiado, y Subiela intenta retratarlo
tímidamente en una brillante secuencia rodada en Buenos Aires, donde
Oliverio pretende limosnear nuevamente con sus poemas en un semáforo
porteño y se ve superado por los limpiavidrios, malabaristas y vendedores
ambulantes. Claro que inmediatamente después vuelve a sumergirse en aguas
desprovistas de buen gusto y verosimilitud.
Para esta oportunidad, el "autor" eligió espacios abiertos,
decidió desprenderse de la cursilería vendedora del bolero y procuró
adentrarse en el calor sensual del flamenco, consiguiendo plasmar
imágenes decididamente banales.