Con seis años de retraso llega a Buenos Aires Lamerica,
en la que el prestigioso director italiano Gianni Amelio vuelve la mirada sobre el
"descongelamiento" albano. Una pizca de historia sobre el particular: limítrofe
con Italia, la pequeña Albania fue invadida por las tropas de Mussolini en 1939, y por
los rusos al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Una oprobiosa dictadura de corte
stalinista (aunque su titular, Enver Hoxha, se autodenominaba seguidor de Mao) rigió
durante largos años los destinos del cada vez más empobrecido y espantosamente
aislado país, hasta que en 1991 fue derrocada. Entonces se abrieron las fronteras y
una marejada de albanos desesperados se dirigió a Italia. También hubo una suerte de
flujo inverso: el de unos pocos empresarios italianos que vieron en la flamante
"democracia" vecina la ocasión para inversiones fáciles, de inusual
rentabilidad.
Lamerica arranca ahí, con la
llegada de dos estafadores italianos. El que lleva la batuta es Fiore (Michele Placido);
su mano derecha es Gino (Enrico Lo Verso), bastante más joven e inexperto, aunque
igualmente inescrupuloso. El plan es conseguir un jugoso crédito del Estado albano con el
supuesto fin de instalar una fábrica de zapatos... y fugar a Italia con el efectivo. Lo
que les falta es un idiota útil, sin amigos ni parientes a la vista, para hacerlo figurar
como director. Debería ser un héroe de la resistencia anticomunista, ya que el nuevo
régimen los privilegia a la hora de apoyar emprendimientos. Pues bien: en una antigua
cárcel cuyas puertas se han abierto (aunque los penados no las traspusieron aún) Fiore y
Gino encuentran al candidato perfecto: se hace llamar Michele, está muy viejo y
arterioesclerótico, habla poco... y todavía sabe firmar. Lo que ellos no saben es que
antes de obtener el crédito este hombre se pondrá en fuga, o se extraviará, y habrá
que salir a buscarlo. Más temprano que tarde, entonces, Gino se pone a rastrear al
anciano por los cuatro costados de Albania.
La búsqueda del viejo ocupa la mayor
parte de las casi dos horas de Lamerica, cuyo nombre, dicho sea de paso, evoca a
los italianos que en diversas olas afluyeron a la Argentina (entre tantos países
de la región) con el sueño de "hacer la América". Claro que en el film de
Amelio la frase tiene varias acepciones: mientras nuestros estafadores esperan hacer la
América en Albania, la abrumadora mayoría de los albanos, tan empobrecidos como
desesperados e ilusos, ansían salvarse emigrando a Italia. ¿Pero qué pasa con
Gino? Lejos de hallar al viejo, se sumerge en un territorio desolador que va mucho más
allá de los padecimientos de los albanos: lo que pasa frente a sus ojos es la topografía
de las ilusiones truncas de las ex víctimas de los regímenes "socialistas"; de
su segunda muerte, a manos de la miseria y la alienación del llamado mundo libre. Al
propio Gino, por lo demás, las cosas se le complican tanto que llegaremos a preguntarnos
si no corre el riesgo de pasar a formar parte de ese penoso panorama. ¿Caerá tan bajo?
¿Aprenderá en todo caso la lección? En la medida en que estas y otras preguntas
resuenan con fuerza, la ambiciosa artillería temática de Lamerica funciona.
El problema, hay que advertirlo, es que
los temas se imponen tardíamente, a los tumbos, ya que el primer largo tramo de la
película ha sido flojamente resuelto desde el punto de vista situacional y dramático.
Por un lado, a Lo Verso le cuesta horrores hacer de Gino otra cosa que un villano de
rasgos caricaturescos, mientras que en los diálogos la perfidia de los italianos aparece
notoria, y por momentos infantilmente, subrayada. Algo similar sucede con la ingenuidad y
sumisión de los albanos, no de uno ni de muchos sino de todos, que llegan a
conformar algo parecido a un rebaño de descerebrados, siempre dispuestos a arrodillarse
ante los extranjeros (a tal punto esto es así que uno se pregunta si el film, aun a su
pesar, no bordea las humillaciones que denuncia). Las referencias a las atrocidades del
comunismo también se agolpan en este primer trecho, y son tantas y tan idénticas que
pesan por partida doble. Pero en fin, el asunto remonta con el tiempo. Lo Verso se suelta
(como si hubiese ido entrando en calor con el correr del metraje), los diálogos se
descontracturan y, mejor aun, se preparan para dar un saludable paso al costado en favor
de las imágenes. Cuando esto ocurra cada cosa, empezando por las emociones, parecerá
haber encontrado su lugar.
Guillermo Ravaschino
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