Leonera
cuenta la historia de Julia Zárate, una mujer joven, de clase media, acusada
de matar a su novio luego de encontrarlo con otro hombre en su cama. Una
mujer que, mientras espera la resolución del caso en la prisión, dará a luz
a un niño y luchará para poder criarlo entre rejas.
El de Pablo
Trapero es un cine de observación. Se interesa por crear un verosímil
cercano a la realidad, situar allí a su protagonista excluyente, y dedicar
la narración a observar su desenvolvimiento en comunidad con ese micromundo.
Si en Mundo grúa ubicaba a Luis Margani en el terreno de la
supervivencia laboral, aquí Martina Gusmán –también esposa del realizador y
productora del film– debe afrontar el ámbito carcelario. Estos marginados
transitan el mundo tratando de mantenerse enteros, mientras Trapero pone un
ojo en ellos y otro en el contexto. Pero Leonera, al mismo tiempo –y
acá empiezan los problemas–, apela a las convenciones del cine sobre
cárceles de mujeres para construir la ilusión de una ficción más genérica, o
más clásica, que lo que la puesta en escena de Trapero está dispuesta a
ofrecer a la platea. El director debe lidiar entonces con los estereotipos
de ese tipo de films y, sobre todo, con un relato que pone varios obstáculos
a su protagonista para extraer de ese desafío una transformación de su
psicología, de su estado originario como posible criminal y/o víctima,
confundida y desesperada. Es que Trapero se niega a narrarlo. Los hechos en
Leonera no se construyen narrativamente, simplemente ocurren, pasan.
Lo mismo puede decirse de los personajes que cambian. Su actitud diferente
está a la vista, pero la manera en que se va produciendo esta transformación
–digamos, la puesta en escena de esta transformación– está ausente como por
elipsis.
Julia pasa de
ser una chica insegura de clase media a una presidiaria a la par de sus
compañeras, de una embarazada que odia lo que lleva en el vientre a una
madre inseparable de su hijo, de una heterosexual que rechaza a su
pretendiente femenina a una lesbiana consumada y enamorada. Nunca sabremos
por qué ocurren esos cambios en su persona. Lo aceptamos gracias a una
gran actuación de Martina Gusmán, que logra hacer convincente cada nueva
actitud de su personaje, pero la falta de potencia dramática de la narración
de Trapero hace que todo pase delante de nuestros ojos como una serie de
fotografías. Y sabemos que el cine es mucho más que eso.
Hay un lenguaje que se monta en un dispositivo técnico y lo convierte en
arte. Ese lenguaje no se desenvuelve plenamente en Leonera,
cargada de un ascetismo que no se corresponde con la trama.
"Yo no estoy
sola", sostiene Julia, ya con su hijo en brazos, tras un tiempo en prisión. Más adelante
también veremos que
no está sola en una de las mejores escenas del
film, cuando, ante la traición de las personas más cercanas que debían
ayudarla, las compañeras de prisión se unan para socorrerla. Ahí Trapero
demuestra su talento con un plano general que retrata cinematográficamente
la solidaridad del grupo, como ya lo había hecho en Familia rodante,
cuando veíamos a todos empujando la camioneta, y a la abuela dirigiendo detrás.
Es una excepción, un desliz narrativo. El tema de
Trapero es la solidaridad familiar, de familias formadas como sea, pero
unidas ante la adversidad. Porque cada vez que este tema hace su aparición
en escena, el director asume su rol sin pudores, y extrae de la platea una
emoción que el resto del metraje de sus películas esquiva.
Los objetos que
forman parte de la escenografía casi nunca cobran importancia. Son meros
elementos del decorado, condenados al fortalecimiento del verosímil
fotográfico. La rutina de la vida entre rejas tampoco da lugar a simetrías
simbólicas. Se suceden los registros y careos, pero estos no devienen en
concepto, ni iluminan algún cambio.
Son varios los
personajes que en Leonera entran y salen de cuadro sin una construcción
que les aporte complejidad; quedando apenas a disposición de la
protagonista para cuando necesite de ellos, como la abogada
discapacitada a la que Trapero le dedica un solo plano digno, meritorio,
para intentar transformarla en alguien de carne y hueso. Si de Sofía (la
madre de Julia) no sabemos casi nada –por qué siente lo que siente y hace lo
que hace–, Tomás (el niño) parece un McGuffin hitchcockeano en persona: su
fución es la de estar siempre presente en la
mente del espectador para justificar las acciones de Julia y las vueltas de
tuerca del guión. Pero su mirada no existe en Leonera. Sorprende la escena
en la que mira a los elefantes con miedo, ya que no tiene una imagen opuesta
dentro de la cárcel. Es más, aleja su vista del Papa Noel presidiario tanto
como del zoológico. Julia aprende a ser su madre de un día para el otro
(básicamente, haciendo que deje de llorar, aprendizaje que también ocurre en
las elipsis del film) y luego Tomás se transforma en el botín de las madres,
en el objetivo que marcará el éxito o fracaso de nuestra heroína, digamos,
en el único "objeto" de peso narrativo en Leonera.
La violencia en
las cárceles de Trapero está casi limitada al griterío amenazante, ejemplo
de cómo la película se vale de estereotipos para luego no hacer nada con
ellos. Como la escena de acoso sexual en las duchas, que no aporta
absolutamente nada y queda desnuda en su convención, sólo para que
intervenga Marta, el otro único personaje (y la otra gran actriz, Laura
García) digno de atención para Trapero, que poco a poco se ganará el corazón
de Julia y de los espectadores. Poco a poco es una forma de decir: vemos una
escena en la que intenta besarla y es rechazada, luego otra escena en la que
insiste y es aceptada. Una y otra vez se nos muestran los resultados, pero
se nos escatima la transformación. Por eso las escenas más dramáticas se
definen casi siempre a base de llantos y gritos, ya que la puesta en escena
no las ha construido (como cuando Julia exige el regreso de su hijo o cuando
reclama su inocencia). La cámara (el cine) de Trapero no nos puede convencer de que
estamos ante un momento fundamental del film; hace falta la exacerbación de
las emociones, algo más cercano al teatro, o a cierto tipo de teatro, que al cine. Lo cual aumenta las
virtudes de Gusman dado que evita, dentro de lo posible, toda sobreactuación.
Las visitas románticas de Ramiro (el otro involucrado en la causa), que
deberían haber dotado a Julia de ambigüedad y complejizado el relato policial,
quedan, paradójicamente, inverosímiles y forzadas. Como momentos extraños en
una película cuya estructura, por lo demás, está tan calculada que sorprende
que
varios críticos la hayan encontrado llena de libertad, contraponiéndola
incluso a otros ejemplares del cine nacional, como las películas de Lucrecia
Martel, cuyo cálculo –pero no es cálculo sino Estética–
es
mucho más complejo que el de Trapero. (Por otra parte... ¿qué es el cine
libre, el cine abierto? ¿No hay un guión? ¿Una intención autoral? ¿Una
dirección marcada para llevar al espectador por un camino específico, aun
el de la duda metafísica o la mirada amoral?) Leonera está organizada en su
totalidad para el lucimiento de su estrella y el retrato del ambiente
carcelario, reivindicativo del grupo de presas que la rodea. Y en eso
Trapero es consecuente. Los problemas que padece Leonera provienen de su
intento de contar, además, una historia clásica, sin una narración que la
sostenga.
Ramiro Villani
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