nos sitúa
en una estación de ómnibus en el medio de la nada. O mejor, en el centro
de una encrucijada. A un costado el mar Caribe, con las aguas azules y las
arenas blancas que año tras año convocan a millares de turistas. A su
lado, esa peculiar versión de la pobreza, o de la escasez extrema, que
campea en Cuba: muy de tanto en tanto pasa una guagua (así les
dicen a los autobuses) por la estación; y las pocas que pasan vienen
completas o con un solo asiento libre, lo que desata feroces pujas entre
los que ansían regresar a casa. La gente, cuyo destino es La Habana o
Santiago de Cuba, se acumula en la terminal. Y espera. La terminal tiene
su propia guagua –una añosa cafetera importada de la
"órbita soviética"– pero está fundida. O lo que es igual:
carece de una pieza que los checoslovacos ya no envían más.
El punto de partida del quinto largometraje de Juan Carlos Tabío
(codirector de Fresa y chocolate junto al también cubano Tomás
Gutiérrez Alea) es sumamente interesante. Recrea uno de los típicos
calvarios de la Cuba actual: en las terminales reales las personas
se agolpan kafkianamente para soportar largas esperas como esta. El film
también se apoya en una ecuación fatal: la escasez de medios frente a
necesidades múltiples provoca conflictos entre los seres humanos. Y la
necesidad de transportarse no es moco de pavo, sino la condición para
comer y descansar en forma (en una mesa y una cama propias, las de casa).
Como si percibiera que esa dignidad esencial es lo que la larga espera
pone en jaque, alguien grita a poco de iniciado el film: "¿Este es
un país socialista o capitalista?" De algún modo, todo lo que resta
de Lista de espera intentará dar con la respuesta. En este
sentido, el gran mérito de la película –que es bastante despareja y
larga– es que se interroga con mucha franqueza. Más aun: Tabío parece
haber notado que, al final de cuentas, no es tan sencillo responder esa
pregunta. Pero eso no lo priva de formularse otras preguntas en el camino,
ni de tomar posición. Es decir, de aportar respuestas, pequeñas
y/o parciales, pero respuestas al fin. Hay que aclarar ya mismo que esta
impresión surge de la totalidad del film, y muy especialmente de
su tramo postrero (ulterior a una vigorosa vuelta de tuerca) y no
de cada una de sus partes sueltas, algunas de las cuales están llamadas a
irritar, o cuanto menos a fatigar al espectador. Vamos, lo que estoy
diciendo es que esta no es una obra maestra sino una obra irregular, pero
valiente y fresca.
No corren muchos metros de cinta antes que uno de los personajes se
despache con esta alusión: "¿No nos pasará lo que en una película
que yo vi, en la que los personajes quedaban atrapados en una habitación
y no podían salir aunque tuviesen las puertas abiertas?" Claro, se
refiere a El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962). La
referencia es oportuna: si el de Buñuel era el calvario de unos burgueses
presos de sus miserias, esta es la odisea de unos trabajadores igualmente
cautivos. Que no pueden superar, y muchos menos ignorar, las espantosas
limitaciones económicas de un sistema que, más allá de las
"mejores intenciones" (y no siempre las tiene), no es más que
el engranaje ínfimo de una maquinaria gigantesca –el mundo– regida
por las intenciones más oscuras. O inhumanas. ¿Qué es lo que puede
hacer no ya un país, sino un grupo de hombres y mujeres, en un escenario
semejante? Como pueden advertir, los temas a los que se asoma Lista de
espera no son menores. Otro de sus méritos (compartido con Arturo
Arango, autor del cuento en que se apoya la película) es la pertinencia
de haber elegido una situación como esta –gente sin poder viajar– que
es tan real y cotidiana como metafórica. En otras palabras: esta terminal
de ómnibus es un laboratorio formidable.
En su largo tramo central, Lista de espera se entrega a una
suerte de épica costumbrista, en la que cada personaje entrega lo mejor
de sí para salir del brete. Ahí están el joven y apuesto ingeniero
(Vladimir Cruz), la atractiva muchacha comprometida con un ejecutivo
español (Thaimi Alvariño), el ciego (que con mucha gracia se
autodenomina "caso social" y es nada menos que Jorge Perugorría
–el cubano más internacional– en el mejor papel de su
carrera), etc. Todos ellos le "meten mano" colectivamente a la guagua,
aplicando algo infantil aunque no poco sugestivamente el postulado de
Carlos Marx: cada uno de acuerdo con sus posibilidades. Ahí están
también los antagonistas, los que ponen lo peor de sí
(porque no tienen otra cosa). Y, oh sorpresa, en Cuba como en la Argentina
lo peor es la obsecuencia ante la autoridad, el pánico frente a la libre
iniciativa de los pares, la cabeza gacha ante las paralizantes
"orientaciones" oficiales. Si ustedes piensan que esta etapa del
film es marcadamente voluntarista no se equivocan del todo. Por
momentos todo se aproxima peligrosamente a un choque entre voluntades
sanas (bienintencionadas) y otras demasiado pérfidas.
Individualmente consideradas, las actuaciones ofrecen de todo un poco.
Empezando por Vladimir Cruz, varios sobreactúan poses y sonrisas tropicales
(otra sorpresa: la alegría que se infla en Cuba no difiere mucho
de la hollywoodiana), y entre los malos –o semimalos– hay uno
imposible de digerir. Pero Perugorría no es el único que se luce. La
Alvariño está muy bien (sin ser tan bonita es muy, pero muy
sensual) y todos los demás se ajustan a las exigencias de sus roles. Más
en general, y a la larga, todo el conjunto zafa, y esto es lo
importante en una película coral.
La espera es larga, muy larga. Tanto que da tiempo para que se pierdan
niños, para que el hambre se haga sentir, para que los caños, las
canillas y otros artefactos sumen sus propias averías a las del autobús
dando cuenta de la catastrófica obsolescencia estructural que se vive en
Cuba. Sobre algunos de estos dramas el film monta un atractivo andamiaje
humorístico. Por lo demás, la prolongación de la espera desemboca en un
panorama que no es todo lo surrealista que hubiera cabido desear...
sino más bien naïf. Pero está dicho: Lista de espera se reserva
una saludable vuelta de tuerca. Que es algo más vigorosa que la de Nueve
reinas (que no está mal –¡por Dios!–, pero entre nosotros: ¿no
está un poco vista?) y tres o cuatro veces más sustanciosa. Ya no les
cuento más. Vayan y véanla.