En las ciudades modernas
–y
este film nos lleva a París–
la soledad es reina. León sabe de esto viviendo a través de los otros,
contemplándolos en las estaciones de trenes, en los bares, en la televisión.
Mientras su madre (sobre)vive su ciclo se mantiene en marcha; cuando el
destino final de la anciana se cumple, debe buscar un sustituto. Y lo
encuentra en Lola, su vecina. Una española en Francia, con trabajos
mediocres o directamente sin ellos, de enamoramientos fáciles y autoengaños
mucho más fáciles aun.
Javier Rebollo
con su opera prima entrega un film difícil, árido, taciturno y de una
quietud extrañada, donde lo español y lo francés se disputan primacía y se
contraponen: lo móvil y lo quieto, lo ruidoso y lo silencioso, la presencia
excluyente y la ausencia que se presentiza. Eso es Dolores, Lola (Lola
Dueñas), la protagonista que se muestra de a retazos, en sombras, filmada a
destajo y sin cuidados especiales de estrella, de espaldas, fuera de cuadro,
sin maquillaje, el deseo femenino incompleto e inasible para el hombre.
Haciendo que el tiempo se decante de los planos fijos en las pensadas
puestas en escena, deudora de los franceses Godard (la escena del baile es
una cita-homenaje a Vivir su vida) y Truffaut, y del existencialismo
sartreano de "La náusea", en diálogo con el cine de Almodóvar por oposición
(éste trabaja el exceso, Rebollo por sustracción; uno juega con los géneros,
el otro con la modernidad del cine)
–hay
aires de Hable con ella, La flor de mi secreto, Volver–,
Lo que sé de Lola apuesta por un espectador atento mientras desliza
apuntes sutiles e inteligentes sobre el voyeurismo y la soledad modernos,
las obsesiones, las vidas grises, la necesidad de echar mano al azar para
sembrar destinos, mientras vemos a Lola volverse un poco León, multiplicando
esa tristeza que ha sido su marca de origen.
Javier Luzi
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