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MADRE E HIJO
(Mat I Syn)

Alemania-Rusia, 1997


Dirigida por Alexander Sokurov, con Alexei Ananishnov y Gudrun Geyer.



Madre e hijo es una morosa elegía sobre el amor y la muerte. Focalizado, ascético, el film de Alexander Sokurov se concentra en las últimas horas de vida de la primera, atendida por el segundo con tal entrega y devoción que por momentos la ecuación se invierte: él parece el padre y ella, la hija. Es poco lo que se dicen. No tanto por la condición de la moribunda, que a duras penas logra sostener su vigilia –ni hablar de ponerse en pie–, sino porque la particular forma de comunicación que establecen no pende, ni depende, de las palabras. Sueñan, o creen soñar, los mismos sueños. Se abrazan indefinidamente (ella se deja abrazar), en una suerte de simbiosis callada, serena, terminal. Los minuciosos encuadres de Sokurov, confesamente inspirados en lienzos clásicos estudiados al milímetro, confirman la calidad del vínculo. Entre los pocos y extensos planos que hilvana el largometraje, hay unos cuantos en los que el muchacho la saca a pasear en andas. "Vamos a caminar", dice, y es como si le prestara las piernas. Otros, más próximos y escorzados, conforman una figura humana con el torso de la madre –sufriente, exhausta– coronado con el rostro del hijo que parece experimentar ese mismo dolor.

No es mucho más lo que pasa, y es evidente que así lo quiso el director. Poco se sabe de la historia de ambos y no aparece otro personaje en los 73 minutos que insume el relato. Todo transcurre en un paraje rural sobrecogedor: una casa vieja, venida abajo, entre praderas de pastos altos mecidos por el viento –reminiscentes de los que puntúan el final de Detrás de los olivos, de Abbas Kiarostami– y caminitos serpenteantes. Bosques añosos por aquí, ominosos bloques de piedra por allá. Y al fondo, invariablemente, un cielo cargado de nubes como presagios. Los sonidos tampoco han sido librados al azar: los tormentosos sones del viento se mezclan con el rumor de los insectos, los ocasionales graznidos de los cuervos y el traqueteo de un tren que, de tanto en tanto, deja ver su secuela de humo a la distancia. Escogidos fragmentos de música clásica entran y salen suavemente de la narración.

Cada encuadre parece un hermoso cuadro. Y en su conjunto semejan una galería soberbia, curada con envidiable coherencia. Lo que cabe preguntarse –lo que ninguno de los críticos que se embobaron en bloque con Madre e hijo se preguntó– es si el placer pictórico puede asimilarse al cinematográfico. Y es evidente que la experiencia cinematográfica ha quedado por lo menos relegada en la propuesta de Sokurov. En primer lugar porque cada uno de aquellos cuadros contiene, o casi, todos los elementos de los restantes. No configuran una progresión, sino una acumulación, que apunta una y otra vez sobre los mismos, y nimios, componentes del drama. Una madre a punto de morir es una situación tocante de por sí. Y cada uno de los presagios que la acompasan puede ser un símbolo. Pero estos colman la pantalla –y la banda sonora– y se reiteran a punto tal que, a poco de andar, empiezan a convertirse en signos. La metáfora se explicita. La nula historia que se insinúa (puede saberse que la señora fue maestra y poco más) refuerza la cerrazón del planteo. Puede intuirse que aquel hijo y aquella madre quieren expresar a todos los hijos y las madres en una situación similar. Pero carecen de evolución. No operan, pues, como personajes sino como representantes, hermosamente encuadrados, de la piedad y el dolor. Es tan abstracto el núcleo, y tan estático, que Madre e hijo se aparta de lo universal en favor de lo religioso.

Y termina por sacrificar lo humano en el altar de un misticismo exacerbado, machacón. Que no debería, por minucioso, confundirse con los rasgos que hacen a una obra maestra. Ni equipararse, como lo está siendo por estos días, con la poesía de ese otro ruso, Andrei Tarkovski, que se valió ciertamente de parajes similares, pero los conjugó con una carga humana arrasadora, compleja, plena de emoción y movimiento, en un par de títulos inigualables.

Guillermo Ravaschino