Madre e hijo es una morosa elegía sobre el amor y la muerte. Focalizado,
ascético, el film de Alexander Sokurov se concentra en las últimas horas de vida de la
primera, atendida por el segundo con tal entrega y devoción que por momentos la ecuación
se invierte: él parece el padre y ella, la hija. Es poco lo que se dicen. No tanto por la
condición de la moribunda, que a duras penas logra sostener su vigilia ni hablar de
ponerse en pie, sino porque la particular forma de comunicación que establecen no
pende, ni depende, de las palabras. Sueñan, o creen soñar, los mismos sueños. Se
abrazan indefinidamente (ella se deja abrazar), en una suerte de simbiosis callada,
serena, terminal. Los minuciosos encuadres de Sokurov, confesamente inspirados en lienzos
clásicos estudiados al milímetro, confirman la calidad del vínculo. Entre los pocos y
extensos planos que hilvana el largometraje, hay unos cuantos en los que el muchacho la
saca a pasear en andas. "Vamos a caminar", dice, y es como si le prestara las
piernas. Otros, más próximos y escorzados, conforman una figura humana con el torso de
la madre sufriente, exhausta coronado con el rostro del hijo que parece
experimentar ese mismo dolor.
No es mucho más lo que pasa, y es
evidente que así lo quiso el director. Poco se sabe de la historia de ambos y no
aparece otro personaje en los 73 minutos que insume el relato. Todo transcurre en un
paraje rural sobrecogedor: una casa vieja, venida abajo, entre praderas de pastos altos
mecidos por el viento reminiscentes de los que puntúan el final de Detrás de
los olivos, de Abbas Kiarostami y caminitos serpenteantes. Bosques añosos por
aquí, ominosos bloques de piedra por allá. Y al fondo, invariablemente, un cielo cargado
de nubes como presagios. Los sonidos tampoco han sido librados al azar: los tormentosos
sones del viento se mezclan con el rumor de los insectos, los ocasionales graznidos de los
cuervos y el traqueteo de un tren que, de tanto en tanto, deja ver su secuela de humo
a la distancia. Escogidos fragmentos de música clásica entran y salen suavemente de la
narración.
Cada encuadre parece un hermoso cuadro.
Y en su conjunto semejan una galería soberbia, curada con envidiable coherencia.
Lo que cabe preguntarse lo que ninguno de los críticos que se embobaron en bloque
con Madre e hijo se preguntó es si el placer pictórico puede asimilarse
al cinematográfico. Y es evidente que la experiencia cinematográfica ha quedado
por lo menos relegada en la propuesta de Sokurov. En primer lugar porque cada uno de
aquellos cuadros contiene, o casi, todos los elementos de los restantes. No configuran una
progresión, sino una acumulación, que apunta una y otra vez sobre los mismos, y nimios,
componentes del drama. Una madre a punto de morir es una situación tocante de
por sí. Y cada uno de los presagios que la acompasan puede ser un símbolo. Pero estos
colman la pantalla y la banda sonora y se reiteran a punto tal que, a poco de
andar, empiezan a convertirse en signos. La metáfora se explicita. La nula historia
que se insinúa (puede saberse que la señora fue maestra y poco más) refuerza la
cerrazón del planteo. Puede intuirse que aquel hijo y aquella madre quieren expresar a
todos los hijos y las madres en una situación similar. Pero carecen de evolución. No
operan, pues, como personajes sino como representantes, hermosamente encuadrados, de la
piedad y el dolor. Es tan abstracto el núcleo, y tan estático, que Madre e hijo
se aparta de lo universal en favor de lo religioso.
Y termina por sacrificar lo humano en
el altar de un misticismo exacerbado, machacón. Que no debería, por minucioso,
confundirse con los rasgos que hacen a una obra maestra. Ni equipararse, como lo está
siendo por estos días, con la poesía de ese otro ruso, Andrei Tarkovski, que se valió
ciertamente de parajes similares, pero los conjugó con una carga humana arrasadora,
compleja, plena de emoción y movimiento, en un par de títulos inigualables.
Guillermo Ravaschino
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