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MAGNOLIA

Estados Unidos, 1999


Dirigida por Paul Thomas Anderson, con Jason Robards, Tom Cruise, Julianne Moore, William H. Macy, Philip Baker Hall, Philip Seymour Hoffman.



Cuando Paul Thomas Anderson (director de Boogie Nights) empezó a escribir el libreto de la que sería su tercera película, se propuso "algo pequeño e íntimo, que pudiera ser filmado en 30 días". A primera vista, Magnolia parece todo lo contrario. Llevó tres meses de rodaje que se traducen en tres horas de proyección, consumidas en numerosos escenarios por media docena de personajes que se reparten el protagonismo. Y no se trata de intérpretes ignotos sino de estrellas del cine de todos los tiempos. Desde Jason Robards (espectacular a los 78) hasta Tom Cruise, pasando por Julianne Moore, Philip Baker Hall y William H. Macy. Todos ellos tienen sus quince minutos, y a veces muchos más, de lucimiento. A pesar de sus contradicciones –estamos ante un film desparejo, como se verá– Magnolia puede considerarse la consagración definitiva de Paul Thomas Anderson como director. No cualquiera le exprime tantos y tan buenos momentos a un elenco tan disímil. Y muy de vez en cuando un film suele darse el lujo de un montaje emotivo, moderno, magistral, como el que ostentan muchos segmentos de Magnolia. Que no será pequeña, pero no deja de tocar una cuerda íntima, ciertamente personal.

La temática no es ajena a una tendencia muy de moda en el cine norteamericano actual. La alienación de la vida en las grandes ciudades, la soledad abismal de los individuos en la era de la "comunicación total", los ritmos de trabajo agobiantes, las crisis sentimentales y la infidelidad ocupan el centro de la escena. Estamos ante otro film cuya idea central podría resumirse con la frase más famosa de John Lennon: "La vida es eso que pasa mientras estamos ocupados en otra cosa". Lo mejor de Magnolia tiene que ver con el modo en que dicha idea madura: no a partir de los diálogos como de las situaciones; no a través del conflicto de uno u otro personaje como de esa suerte de asfixia afectiva que es el denominador común de todos ellos. No de golpe, sino de a poco. El problema con Magnolia, digámoslo desde ya, es que en cierto punto a Paul Thomas Anderson la cosa se le va de las manos. Como si no hubiera sabido terminarla a tiempo. O mejor: como si no hubiera querido terminarla nunca. Y la idea, después de madurar, se le pasa de punto.

Todo transcurre en unas pocas horas en diferentes lugares del valle californiano. Sobre su lecho de muerte, un viejo millonario (Robards) regulgita sus pecados. No muy lejos de allí su hijo, al que abandonó largo tiempo atrás (y ese es uno de los pecados), se enriquece como gurú de una asociación cuyo lema es "seduce y destruye". Ese es Frank Mackey (Cruise), simpática y a la vez patética cruza entre el supermacho americano, el predicador evangelista y el especialista en marketing. La agonía del anciano será el catalizador para que su joven esposa Linda (Julianne Moore, que tiene 39 años) descubra que los millones de dólares ya no son lo único que la ata a su marido. O por lo menos eso es lo que le cuenta a su psicólogo. Por otro lado, el veterano conductor de un programa televisivo de preguntas y respuestas para niños se asoma a la crisis más profunda de su existencia, amasada con silencios inmemoriales y traiciones inconfesables. La hija de este, el policía de uniforme con el que traba relación, un enfermero acomplejado y un vendedor que es un manojo de nervios (William H. Macy, cuándo no) completan el cuadro. Que es compartido, coral, a la manera de tantos films de Robert Altman, aunque el calibre emotivo y la calidad del montaje de Magnolia le sacan varios cuerpos de ventaja a cualquiera de las últimas hazañas del director de Ciudad de ángeles.

El primer monólogo de Jason Robards resulta particularmente movilizador. No así el segundo. Julianne Moore reconoció haber aceptado el desafío de "estar histérica por más de media película". Y está muy bien: Linda grita, llora y desespera mientras se traga diversas clases de pastillas recetadas por aquel psicólogo, que no parece mucho más orientado que ella. Del policía de uniforme hay que decir que parece salido de otra película. Hablo de un vigilante de cartón que cada mañana, cuando sale de patrulla, se promete hacer el bien sin mirar a quién, proteger al prójimo y servir a la comunidad. Esto desentona con el resto de los personajes, que no están hechos de cartón sino de carne y hueso: luces y sombras, contradicciones humanas. A falta de uno, Magnolia presenta dos enfermos terminales. El primero está muy bien: le sirve al film para evacuar aquel "momento histórico" –el último– en la vida de las personas, que es todo un tema. El segundo sólo parece obedecer a la necesidad de inflar de dramatismo la incomunicación entre un hombre y su familia.

Hay secuencias de Magnolia que reflejan magníficamente la locura de la televisión: ritmos febriles, tecnología de punta y un virtual ejército de expertos en distintas ramas mayormente consagrados... a pulir la estupidez. Otras se concentran en los misterios del azar, al que la introducción del film dedica un estupendo tramo de montaje. Otras, finalmente, abrevan en aquello que se conoce como la "cultura del videoclip": tomas breves y movimientos de cámara vertiginosos, que aquí resultan mucho más afortunados que los habituales. Durante un buen rato todo suma, y la factura de Magnolia, su acumulación, su vértigo redundan en un crescendo funcional, en una vigorosa música destinada a sacudir, y luego a ensordecer, honrando a los elementos temáticos que están en su base. Pero la historia sigue. Da vueltas y más vueltas. Se torna excesiva. Ya sobre el final, y acaso con las mejores intenciones, el director se aboca a un dudoso salvataje de los personajes que deriva en confesiones forzadas, arrepentimientos amañados y lloriqueos cursis. Como si algo (o alguien, tal vez un productor) lo hubiera convencido de que todas esas pobres almas no forman parte del estado de las cosas, sino que son ovejas descarriadas que deben expiar sus crímenes, agachar la cabeza y volver al rebaño.

Con todo y a pesar de todo, Magnolia sigue siendo una experiencia interesante.

Guillermo Ravaschino     


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