En La marcha de
los pingüinos, el documental de Luc Jacquet que ganó el último Oscar en
su rubro, podemos encontrar dos películas. La que propone su lenguaje visual
es libre, atractiva, poderosa, sutil, emotiva. La que llega de la mano de su
discurso oral, en cambio, no podría ser más sentenciosa, conservadora,
pretenciosa ni grosera. Y así como una expresión se contradice con la otra,
sembrando el terreno de ambigüedades nada positivas, es gracias al poder de
un género como el de aventuras que los aciertos se sobreponen a las
falencias, en un film que gana homogeneidad por la complicidad que genera
con el espectador y por la honestidad moral y ética de sus protagonistas:
los pingüinos emperadores.
De más está hablar
de la proeza que ha significado para el equipo técnico el rodaje de este
documental, y allí están las imágenes –de las que se hace un uso
extremadamente bello– para comprobarlo. Durante un año, Jacquet y su unidad
de producción de National Geographic siguieron en la Antártida el ritual que
cumplen los pingüinos emperadores para reproducirse y continuar su especie.
La marcha en realidad son varias marchas, que realizan tanto el macho como
la hembra en busca de alimento para la cría que con suerte nacerá del único
huevo que empollan durante el proceso de procreación. Observar el esfuerzo
que requiere semejante empresa es una experiencia que cala hondo y emociona
sin necesidad de falsedades o golpes bajos. Tres meses sin comer, empollando
un huevo, con la posibilidad de que la cría nazca muerta o a los pocos días
de vida sea devorada por algún miembro más fuerte de la cadena alimenticia.
La naturaleza desatada.
La marcha de los
pingüinos
expone una sociedad organizada, que a simple vista se construye
horizontalmente y sin líderes natos. La solidaridad y la amabilidad se
resumen en ese largo invierno en el que, para mitigar el frío, deben dormir
amuchados unos contra otros. Pero también, en la brutalidad y el
primitivismo con que cada acto es llevado a cabo, se irá definiendo parte de
la identidad de estas criaturas. La escena del apareamiento es magistral,
con un erotismo que hace transpirar la pantalla. La sensualidad de ese
instante mágico condensa no sólo el material de estudio, sino la fuerza de
unas imágenes hipnóticas.
Pero a Jacquet una
–digamos– iluminación le hizo sentir que no era suficiente con lo que
se veía; que además era necesario un discurso oral que no sólo
sobreexplicara lo que ya se entendía sin palabras, sino que agregara un
punto de vista que funcionase como una alegoría sobre la humanidad. Así
surgió la idea de ponerle voz en off a la “conciencia” de una pareja de
pingüinos y a una de sus crías (aunque en la versión estadounidense hay una
sola voz en off, con tono de narrador clásico y aportada por Morgan
Freeman). Más allá de lo intrínsecamente ñoño del recurso, lo peor es que
las metáforas que viabiliza son burdas y conservadoras. Y sobre todo falsas,
porque le endosan al “punto de vista” de los animales una carga moral y
ética forzada, artificial.
Entonces, a cierto
individuo que se pierde en la fila y queda a la deriva le será adjudicado el
“pecado” de ir contra la corriente; la monogamia que practican estos bichos
será repensada como una forma de vida ideal y necesaria; una pareja que
pierde torpemente el huevo tan preciado será tachada de joven e
irresponsable, y así. Todas las cosas son bien
claras y habrá “mamá” y “papá” como Dios manda; es decir como conceptos
estancos y sin vuelta de hoja. Si se tiene en cuenta que todo viene
empaquetado como cuento para niños, da un poquito de escozor. Porque lo que
se escucha es excesivamente aleccionador y condenatorio para con las
conductas que se supone “inapropiadas”.
Semejante mezcla
entre lo visual y lo oral hace que en un momento no se pueda distinguir qué
se superpone a qué (a veces da la impresión de que lo oral está allí para
resignificar lo visual; otras, uno siente que lo visual busca continuamente
contradecir lo que se oye). En cualquier caso, el mayor placer radica en la
posibilidad de decodificar el film a partir de la simbología genérica: el
documental está narrado como si de un film de aventuras se tratase, con
aires de western donde el contexto marca a fuego la personalidad de sus
integrantes, y donde la unidad del grupo es puesta a prueba constantemente
en un viaje plagado de peligros. Tampoco parece aventurado ver en las
escenas subacuáticas un remedo de las películas de submarinos (allí está el
lobo marino enemigo, dormitando suspendido a la espera del ataque). El
drama, la emoción, el riesgo protagonizado por pingüinos –esos inventores
del humor slapstick– también da lugar a la comedia (¿no es también una
respuesta natural a tanto film animado con animales?).
Si hacemos a un
lado la mentada distorsión que se genera entre lo visual y lo oral, La
marcha de los pingüinos funciona estupendamente como una atrapante
historia de supervivencia que juega con la incredulidad del espectador. Y en
la que, como siempre, la influencia humana condicionará los resultados. Así
en el cine, como en la vida. Tal vez sea esa, y no otra, la auténtica
enseñanza que deja este documental.
Mauricio Faliero
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