Por un lado tenemos a
cinco veinteañeros. Parecen salidos de una publicidad de Levis o Coca Cola:
las chicas usan unas remeras ajustadísimas que dejan ver el ombligo; los
chicos calzan unas musculosas tan ajustadas como las de las chicas y llevan
el pelo prolijamente desaliñando. Además, fuman porro, hablan de
experiencias con LSD, les gusta el rock. En fin, hacen lo que se supone que
tienen que hacer por ser como son y por tener la edad que tienen: son la
encarnación de lo cool. Estamos en los '70 y justamente están yendo a
un festival de rock, atravesando la ruta a toda velocidad en la camioneta de
uno de ellos, muy sueltos y felices y veinteañeros.
Por el
otro, tenemos un pueblo que es la cosa más freak del mundo, habitado
por freaks como los freaks de Freaks (Tod Browning,
1932), pero en versión malos. Una comunidad heterogénea en su homogeneidad:
una obesa de sonrisa y papada desaforada, un paralítico sexópata, una
pseudo-eunuco que no pestañea y que juega a ser la madre de un bebé
rubiecito robado, un policía como los que odiaba Peter Tosh, y algunos
viejos y viejas más, todos sucios, maleducados, sin dientes y de piel
podrida. Como elegidos por un David Lynch algo pasado de rosca. Eso sí, son
más solidarios que los veinteañeros: constituyen una verdadera comunidad. Y
uno de los integrantes de esta comunidad es, como el título anticipa, el
loco de la motosierra.
En el
camino al recital de rock, los veinteañeros tienen un pequeño percance:
levantan a una chica y se les suicida ahí mismo, en la camioneta, en vivo y
en directo, manchando el asiento trasero con sus sesos. Conmoción total. La
película no escatima detalles: primeros planos de pedacitos de cerebro,
sangre, y cosas así. A partir de este suicidio, el nivel de morbo y
brutalidad no desciende prácticamente en ningún momento. Los chicos entran
al pueblo más cercano a pedir ayuda y denunciar el suicidio, y el pueblo más
cercano no es otro que la comunidad freak que describí en el párrafo
anterior. La película es el violentísimo enfrentamiento entre estos
dos mundos.
Al igual
que Polanski con los vecinos de El inquilino, la película nos acerca
a los parias, a los andrajosos, a los desposeídos, a puros primeros planos
contrapicados, que nos permiten apreciarlos en toda su fealdad. Y así como
nos familiarizamos con los rostros de los "malos", también lo hacemos con
los fornidos y curvilíneos cuerpos de los "buenos", especialmente cuando las
musculosas empiezan a rasgarse y mojarse, y se adivinan orgullosos pezones
erectos.
Quiero
marcar una diferencia entre la vieja The Texas Chainsaw Massacre
(Tobe Hooper, 1974; aquí conocida como El loco de la motosierra) y
esta remake. La primera manejaba una estética dual: planos generales
preciosistas + primeros planos desprolijos. De esta forma nos alejaba y
acercaba a la historia intermitentemente, nos obligaba a ser los
chicos (primeros planos) y a espiarlos (planos generales). Esta elige
otro camino, el de la estilización absoluta: colores saturados, infinitos
hilos de luz que se cuelan entre árboles y persianas, sombras pronunciadas,
una composición artificial y recargada. El abuso de la iconografía de
películas de terror es total: muñecos macabros, un matadero, casas viejas
perdidas en el medio de la nada, sótanos y altillos, elementos de tortura
varios. No hay una reelaboración o un reciclaje del género, sino una
exacerbación total, a lo De Palma.
A todo
esto, el film maneja una sexualidad retorcida, se arriesga con un par de
chistes necrofílicos y hay momentos gore para tirar al techo. La
tortura y la crueldad están afinadas y refinadas, y no sólo a nivel físico.
La escena en la que el viejo paralítico le manosea la cola a la chica de los
jeans ajustados mientras ésta lo ayuda reincorporarse en su silla de ruedas,
en un baño roñoso, es antológica. El personaje del policía también. Sí, es
una lástima que se estire tanto la persecución final (cosa que ya pasaba en
la original) y que por momentos la película y algunos actores se tomen todo
tan en serio, pero, al fin y al cabo, son sólo unos pocos desajustes y nada
más. La crítica la trató mal; yo la disfruté mucho.
Ezequiel Schmoller
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