Considerado como el
precursor del nuevo
cine argentino
independiente, Raúl Perrone ha sido siempre pintor de su aldea, en una
vertiente continuadora del neorrealismo. Su cine constituye una
documentación de la vida cotidiana en el conurbano de Buenos Aires, de sus
barrios de la zona Oeste; Ituzaingó, Morón, Castelar. Las suyas son
historias mínimas, filmadas casi documentalmente, con actores no
profesionales, con planos que adivinamos tienen mucho de improvisación, en
los que los personajes hacen de sí mismos, simplemente.
Una mañana, Don
Galván
comprueba que la mecha de su viejo calentador ya no sirve, y decide ir a
comprar una nueva. Este motivo banal y doméstico es el impulsor de un viaje,
suerte de parodia del viaje del héroe y de road movie urbana. Don
Galván
sale al camino desde su modesto hogar en un paraje rodeado de árboles, rumbo
a una ferretería en el centro de Morón. Por ser un anciano de difícil
movilidad, busca ayuda en hombres más jóvenes: en su camino encontrará
varios protectores, vecinos, conocidos, parientes que lo secundarán a
sortear las dificultades que se le presenten. La tarea no es fácil: el
calentador es muy viejo y ese repuesto ya no se consigue, pero él no ceja en
su cometido. Durante el día que dura su viaje, el film no hace otra cosa que
acompañar al viejo en las etapas elementales: la salida, el encuentro de
dificultades, algunas paradas para comer o ir al baño, algunas charlas,
hasta su regreso al hogar. El viaje implica el pasaje del campo a la ciudad:
el centro urbano se presenta como el sitio del caos, una tienda callejera
atravesada por la contaminación sonora y visual.
Un hecho mínimo
–con motivaciones casi absurdas– le sirve a Perrone para reflexionar sobre
el paso del tiempo, la vejez, la búsqueda del pasado. Llama la atención la
omisión absoluta de violencia en el film. Al parecer, Perrone muestra que,
frente a la imagen del oeste suburbano como zona de marginación y crimen que
mostrara en su cine anterior, a pesar del desempleo y la angustia por la
supervivencia, hay lugar para la solidaridad. A lo sumo, vemos algunos
chicos armados sólo para cazar su almuerzo en el bosque, o la sangrienta
matanza de una gallina para cocinar un puchero.
Perrone
ficcionaliza la realidad, La mecha recuerda el cine iraní, películas
como ¿Dónde está la casa de mi amigo? o los diálogos automovilísticos
de Kiarostami. Don Galván
es en la realidad su suegro, y Perrone ya había registrado su cotidianidad
en la película Late un corazón; quien actúa como su yerno lo es en
verdad, y las fotos que muestra son de su familia. Su estilo sigue siendo
muy natural y espontáneo.
Prescinde de la música,
usa primeros y medios planos que penetran en la intimidad de los personajes
y se detienen en sus gestos: peinarse frente al espejo, hacer unos fideos,
recibir un masaje.
Perrone consiguió ampliar
–gracias
a su asociación con Pablo Trapero–
su tradicional video a 35 mm para un estreno comercial en regla. O como se
solía decir, en simultáneo. Y si antes filmaba a la juventud, ahora
se ocupa de la vejez, del pasado y lo irrecuperable.
Josefina Sartora
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