El cine ha abordado el tema de la Shoah desde distintas aproximaciones, las
primeras emprendidas por los Aliados, como campaña de posguerra, y otras
por miembros de la colectividad judía, como una manera de recuperar la
memoria e informar a las nuevas generaciones. La incursión ha sido profusa,
variada y equívoca, porque además de honrar al hecho histórico también
se lo ha manipulado y bastardeado. Hoy nos llega una película atípica en
el género, precedida por premios y reconocimiento, opera prima de Emmanuel
Finkiel, quien fuera asistente de dirección de Krzystof Kieslowski en su
trilogía Bleu-Blanc-Rouge. La mirada de Finkiel se dirige hacia un
aspecto poco transitado por el cine: la realidad actual de aquellos que
sobrevivieron a los campos. Y lo hace con originalidad, respeto y, sobre
todo, con profundo sentimiento.
La película cuenta tres historias de viajes que realizan algunos
protagonistas del Holocausto, muestra su paseo por distintas geografías y
por los meandros de su memoria. Se trata de un repaso desde la hora actual
hacia el peor momento del siglo XX, y uno de los más terribles de la
historia de la humanidad. Finkiel elige hacerlo de manera intimista, tal vez
porque en los recuerdos de esos protagonistas viven los de sus abuelos, y
los de padres y abuelos del público de hoy.
En el primer episodio, un grupo de ancianos judíos recorre Polonia en un
ómnibus de excursión. La actual Varsovia, la campiña nevada y Auschwitz
son los paisajes que observan desde el ámbito cerrado del vehículo,
mientras cada uno evoca su pasado, su deambular por distintos países, sus
fantasmas. Allí, emocionalmente abrumada por el contacto con un mundo que
reaviva todos sus recuerdos, Rivka, una de las tres mujeres protagonistas,
busca señales de su familia deportada y de un pasado fracturado que la
inquieta al punto de amenazar su matrimonio, que pendula entre el desaliento
y la incomprensión.
Las familias escindidas por el pogrom son el tema del segundo
relato, el más ficcional de los tres: una mujer que vive en París recibe
la sorpresiva noticia de que su padre, al que cree muerto en los campos,
vive aún y quiere verla. El pasado irrumpe en el presente, en un momento
límite en que se desea la identificación y se bucea en la memoria, aunque
la duda sobrevuele como un espectro.
Por último Vera, una sobreviviente rusa, llega como inmigrante a Israel,
decidida a encontrar a una prima que no ve desde muchos años atrás, y a
pasar allí el tiempo que le queda de vida. La tierra prometida no es
lo que la anciana esperaba, pero con una vitalidad y empuje sorprendentes
trata de sobreponerse a los problemas de la modernidad, el
desarrollo, la incomunicación. Vera está asombrada porque en Israel nadie
habla idish, ese origen que parece olvidado.
En algún punto, las tres historias se cruzarán, evidenciando un pasado
y un destino común. La cámara pasea por los lugares de viaje, pero lo hace
también por esos rostros que, como paisajes humanos transitados, muestran
las huellas del pasado, del dolor, de las pérdidas. Pocas veces el cine
convierte a miembros de la tercera edad en protagonistas de sus
películas. Finkiel avanza en las personalidades de aquellos a los que les
tocó cumplir el destino del judío errante, pasando de un país a otro, que
saltan del francés al idish y de éste al hebreo, franqueando las barreras
lingüísticas como han debido franquear las fronteras geográficas. Y esos
personajes se mueven entre el viaje y el encierro, tratando de no quedar
presos, ahora como entonces.
La mirada de Finkiel es sutil, morosa –tal vez demasiado morosa– en
su recuperación de esos tiempos para nunca perdidos, de esos silencios que
aluden a lo indecible. Sugiere la memoria, sin mostrarla.
Memoria es el resultado de un juego entre el documental y la
ficción, no siempre bien resuelto, porque las historias flaquean por
momentos, y carecen de una estructura narrativa que las sostenga. Tampoco el
pasaje de un episodio a otro tiene la mejor resolución. Sin embargo, la
fuerza expresiva de esos protagonistas, de sus voces, de sus rostros, tiene
la contundencia de un testimonio que salva, o cuanto menos contrapesa, las
debilidades formales.
Josefina Sartora