“El
mercader de Venecia” es una de las obras más polémicas de Shakespeare. Mucho
tiene que ver, seguramente, su mirada –nada extemporánea para el momento de
su realización– sobre lo judío. Mirada que aún sigue causando tensión,
escozor y necesidad de fundamentación. Italo Calvino ha escrito un famoso
ensayo donde expone algunas razones del por qué leer a los clásicos, y entre
ellas la posibilidad de éstos de “hablarles” a los tiempos que van
atravesando se pone de relieve en esta versión fílmica que si bien no
resulta ninguna maravilla, ofrece más de una revisión atendible y el
acercamiento a un texto que siempre vale la pena.
Recordemos de qué va el asunto: Shylock (Al Pacino) es un prestamista judío,
supuestamente típico exponente de su pueblo, que aprovechará la oportunidad
de cobrarse los agravios infringidos sobre su persona por parte de Antonio
(Jeremy Irons). Es que este último –mercader cristiano– saldrá de fiador de
un préstamo que su muy querido amigo Bassanio (Joseph Fiennes)
necesita para conquistar la mano de una rica e inteligentísima Portia (Lynn
Collins)... y se verá enfrentado al compromiso de honrar la deuda... con una
libra de su carne.
Si bien los personajes principales tienen sus fundamentadas opiniones sobre
las cosas, hay una delgada línea que separa algunas de estas opiniones de un
antisemitismo acérrimo (que como dijimos no desentona de ninguna manera con
el imaginario colectivo de la Europa del siglo XVI), lo que hizo que varios
teóricos de la literatura considerasen, no sin razón, la caracterización del
judío o los términos que hacia él se utilizan como humillantes o
degradantes. Pocas han sido, y no por casualidad entonces, la versiones
cinematográficas que se han realizado sobre esta obra, siendo como es
Shakespeare el guionista del que más se ha echado mano en la pantalla
grande.
Michael Radford (El cartero) ha construido una superproducción de
época con las virtudes y defectos que esto presupone: escenarios naturales
(se filmó en Venecia), suntuosos vestuarios, miles de extras y un elenco de
primeros actores multipremiados. Respetando la obra en su extensión, entrega
una mirada moderna sobre la misma que es de destacar. Sin llegar a las
alturas de la lectura (claramente inspirada en el estudioso del bardo, Jan
Kott) que ofreció Kenneth Branagh para su interesantísimo Hamlet, el
director nacido en la India y ciudadano inglés permite que se cuele –sin que
suene forzado, sino todo lo contrario– la mirada de las minorías en un texto
que lo acepta con total naturalidad. El amor homosexual de Antonio hacia
Bassanio se evidencia sutil pero claramente y la potencia femenina (Portia,
Nerissa y Jessica) se apodera de los hilos narrativos y decide los destinos
de todos.
Hay que considerar que la decisión de privilegiar la historia romántica
ayuda a diluir los “peligros” que las posturas racistas podrían traer
aparejados, y esa es toda una toma de posición. A uno le repercuten los
demasiados “judío” (en evidente tono peyorativo) que se escuchan (y que,
repetimos, no quitan ni agregan nada al texto original), pero parece más
fuerte la indicación que nos conduce a pensar en la humanidad, en la
solidaridad, la venganza, la revancha, la justicia como estandartes de
hombres malos o buenos por encima de cualquier otra distinción. Y al mismo
tiempo, también resulta un poco débil o, en otras palabras, “políticamente
correcto".
La mayor parte de sus escenas encuentran a Al Pacino bastante contenido,
aunque no puede sacarse el sayo del Actor’s Studio y se desborda en el
monólogo más importante (“Nosotros no sangramos si nos pinchan...”). Del
otro lado, la tranquilidad y el señorío de un inglés flemático como Jeremy
Irons. Y resulta notable la composición de Lynn Collins en los dos roles que
le toca desempeñar, así como –esperablemente– todos los rubros técnicos.
Respetando el verso en inglés, las canciones intercaladas, el humor, los
juegos de inversiones de géneros tan típicos de Shakespeare, la película se
puede disfrutar, entonces, como un ameno acercamiento a una obra compleja
que no está cerca de las realizadas por un Olivier o un Welles (ni por el ya
referido Branagh), pero supera el engendro oscarizable de Shakespeare
apasionado.
Javier Luzi
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