La realidad y el sueño, las sensaciones íntimas frente a los mandatos socio-culturales,
la capacidad de adaptación ante las más descabelladas circunstancias que pueden
presentarse en el seno de una familia tipo. Esa es la materia prima de Mi vida en rosa,
el formidable debut del belga Alain Berliner, que combina los ingredientes de la comedia,
el drama y la tragedia en un plato suculento, complejo y original. Un chico de siete años
es el centro de la historia, que también puede considerarse como un sobrio ensayo sobre
las fantasías infantiles, en esa precisa etapa de la niñez en que empieza a dibujarse la
identidad sexual. Y, en menor medida, como una inquietante, ambigua puesta en escena de
esa concepción según la cual, para ciertas almas, existe la posibilidad de sentir un
sexo que no es el propio. De preferirlo instintivamente, sin más ni más. Porque
Ludovic sería una niña como cualquiera... sino fuera porque nació varón. Vive en un
barrio residencial, de clase media, junto a sus padres y tres hermanitos con los que
configura la más "normal" de las familias. Pero no hay caso: Ludovic viste,
juega, sueña, vive como una mujercita. Y con toda lógica, no puede entender que
los otros no acepten su condición.
En realidad, al principio nadie
se toma del todo en serio sus vivencias. A lo sumo, las ven como esas travesuras que se
curan con la edad. Su madre, Hanna, asegura que "hasta los siete años es normal, lo
leí en Marie Claire", sedada por un artículo de la famosa revista
"femenina". Para Ludovic lo único que debería sanar el tiempo es su
masculinidad. Tonto no es: cuando en la escuela le explican la biología del sexo, acepta
que evidentemente hay un error... cometido por los cromosomas. Entretanto, acaricia
inocentes planes maritales con su vecinito Jérome, que es el hijo del jefe de su padre.
La etapa cómica de Mi vida en rosa llega a su pico durante un asado servido por
los padres de Ludovic: allí están el jefe, los amigos, los vecinos. Entre modestas galas
hace su entrada triunfal el niño ¡pintarrajeado, en vestido rosa! para el espanto de los presentes. Esos mismos que, poco antes, habían
desparramado sonrisas ante una niña vestida de varoncito. El tono cambia a partir de
aquí. La hipocresía laboral, escolar, y vecinal descargará su furia, marginando
progresivamente a la familia del fenómeno. En este punto la película exprime el
jugo de las rutinas de la comedia de situaciones: gente que se encuentra sobre las veredas
y jardines para intercambiar chismes, convirtiendo al asunto de familia en la comidilla
regional. Mi vida en rosa se apoya en ellas como para tomar envión. Acto seguido
ingresará de lleno en su veta trágica.
La puesta en pantalla del
universo interior de Ludovic constituye la más estupenda "puesta en época" en
mucho tiempo. No evoca imágenes reales, cosa que han hecho miles de películas, sino las
que la mente infantil fabrica cuando deja volar su vertiente más ligera, profundamente
naïf y, en tal sentido, rosa. Ese mundo personal, colorido, presidido por la bella Pam especie de hada madrina de las
teleseries infantiles
resuelve con sobriedad uno de los más añejos desafíos del relato fílmico: traducir las
procesiones interiores en imágenes precisas, que reconstruyan ese imaginario frente al
espectador. En este caso, unas visiones de tonos saturados y objetos psicodélicos, como
de otro tiempo, que tienen un pie en la iconografía sesentista.
Georges Du Fresne encarna
fantásticamente a Ludovic. Vale decir, actúa (cosa poco frecuente en un chico de
su edad) coherentemente a un personaje que está más allá del realismo. Pero la aparente
falta de motivos de su femineidad no sólo esquiva los moldes naturalistas: también se
mantiene a rajatablas de punta a punta del relato. Por eso es la gran palanca para el
contraste con los que lo rodean. Estos no escapan del todo a la estereotipia (jefe
machista y bruto, padres prejuiciosos) y la inconmovible certeza de Ludovic, su alegría
de mujercita, su plenitud sin sombras están llamadas a sacudirlos. Algunos se quedarán
donde están, otros serán hondamente conmovidos: se moverán hacia otro lugar. El lastre
de los prejuicios, para entonces, no hará otra cosa que ensanchar la valentía de los que
se adaptaron a Ludovic, aceptándolo. Ese coraje también pertenece a Mi vida en
rosa, una de las más nobles, lúcidas y consecuentes excursiones por el territorio de
las diferencias.
Guillermo Ravaschino |