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MI VIDA EN ROSA
(Ma Vie En Rose)

Francia-Bélgica-Gran Bretaña, 1997



Dirigida por
Alain Berliner, con Michèle Laroque, Jean-Philippe Ecoffey, Georges Du Fresne.



La realidad y el sueño, las sensaciones íntimas frente a los mandatos socio-culturales, la capacidad de adaptación ante las más descabelladas circunstancias que pueden presentarse en el seno de una familia tipo. Esa es la materia prima de Mi vida en rosa, el formidable debut del belga Alain Berliner, que combina los ingredientes de la comedia, el drama y la tragedia en un plato suculento, complejo y original. Un chico de siete años es el centro de la historia, que también puede considerarse como un sobrio ensayo sobre las fantasías infantiles, en esa precisa etapa de la niñez en que empieza a dibujarse la identidad sexual. Y, en menor medida, como una inquietante, ambigua puesta en escena de esa concepción según la cual, para ciertas almas, existe la posibilidad de sentir un sexo que no es el propio. De preferirlo instintivamente, sin más ni más. Porque Ludovic sería una niña como cualquiera... sino fuera porque nació varón. Vive en un barrio residencial, de clase media, junto a sus padres y tres hermanitos con los que configura la más "normal" de las familias. Pero no hay caso: Ludovic viste, juega, sueña, vive como una mujercita. Y con toda lógica, no puede entender que los otros no acepten su condición.

En realidad, al principio nadie se toma del todo en serio sus vivencias. A lo sumo, las ven como esas travesuras que se curan con la edad. Su madre, Hanna, asegura que "hasta los siete años es normal, lo leí en Marie Claire", sedada por un artículo de la famosa revista "femenina". Para Ludovic lo único que debería sanar el tiempo es su masculinidad. Tonto no es: cuando en la escuela le explican la biología del sexo, acepta que evidentemente hay un error... cometido por los cromosomas. Entretanto, acaricia inocentes planes maritales con su vecinito Jérome, que es el hijo del jefe de su padre. La etapa cómica de Mi vida en rosa llega a su pico durante un asado servido por los padres de Ludovic: allí están el jefe, los amigos, los vecinos. Entre modestas galas hace su entrada triunfal el niño ¡pintarrajeado, en vestido rosa! para el espanto de los presentes. Esos mismos que, poco antes, habían desparramado sonrisas ante una niña vestida de varoncito. El tono cambia a partir de aquí. La hipocresía laboral, escolar, y vecinal descargará su furia, marginando progresivamente a la familia del fenómeno. En este punto la película exprime el jugo de las rutinas de la comedia de situaciones: gente que se encuentra sobre las veredas y jardines para intercambiar chismes, convirtiendo al asunto de familia en la comidilla regional. Mi vida en rosa se apoya en ellas como para tomar envión. Acto seguido ingresará de lleno en su veta trágica.

La puesta en pantalla del universo interior de Ludovic constituye la más estupenda "puesta en época" en mucho tiempo. No evoca imágenes reales, cosa que han hecho miles de películas, sino las que la mente infantil fabrica cuando deja volar su vertiente más ligera, profundamente naïf y, en tal sentido, rosa. Ese mundo personal, colorido, presidido por la bella Pam especie de hada madrina de las teleseries infantiles resuelve con sobriedad uno de los más añejos desafíos del relato fílmico: traducir las procesiones interiores en imágenes precisas, que reconstruyan ese imaginario frente al espectador. En este caso, unas visiones de tonos saturados y objetos psicodélicos, como de otro tiempo, que tienen un pie en la iconografía sesentista.

Georges Du Fresne encarna fantásticamente a Ludovic. Vale decir, actúa (cosa poco frecuente en un chico de su edad) coherentemente a un personaje que está más allá del realismo. Pero la aparente falta de motivos de su femineidad no sólo esquiva los moldes naturalistas: también se mantiene a rajatablas de punta a punta del relato. Por eso es la gran palanca para el contraste con los que lo rodean. Estos no escapan del todo a la estereotipia (jefe machista y bruto, padres prejuiciosos) y la inconmovible certeza de Ludovic, su alegría de mujercita, su plenitud sin sombras están llamadas a sacudirlos. Algunos se quedarán donde están, otros serán hondamente conmovidos: se moverán hacia otro lugar. El lastre de los prejuicios, para entonces, no hará otra cosa que ensanchar la valentía de los que se adaptaron a Ludovic, aceptándolo. Ese coraje también pertenece a Mi vida en rosa, una de las más nobles, lúcidas y consecuentes excursiones por el territorio de las diferencias.

Guillermo Ravaschino