De Los
cazafantasmas a la reciente Evolución, Ivan Reitman ha filmado
películas en las que sazona felizmente la comedia con un elemento fantástico
que delata el costado absurdo tanto de la realidad como de sus
representaciones masivas. En la primera de las películas mencionadas el
elemento disonante eran los espíritus que tomaban Nueva York, en Junior
fue el embarazo de un paradigma un tanto excesivo de la masculinidad como
era Arnold Schwarzenegger, y en la que nos ocupa es la patológica
inseguridad que aqueja a una heroína voladora al modo de Superman que se
enamora de un hombre común y empieza a celarlo día y noche. La contradicción
entre la fortaleza física de esta supermujer y su fragilidad emocional es el
primer gran hallazgo de Reitman y el que sostiene la sencilla pero eficaz
estructura de toda la película.
Las otras
dos grandes patas de esta comedia son Uma Thurman y Luke Wilson. Hasta el
más común de los mortales puede sentirse reconocido en el rostro sin
relieves de Wilson (hermano de Owen, actor y coguionista de Los
excéntricos Tenembaum). Su figura es cotidiana y hasta intrascendente,
lo que transforma en una especie de cuento de hadas masculino a su romance
con la Chica G ("¿Por el famoso punto cardinal erótico?", preguntará
un amigo), que le dará ocasión de sentirse el más afortunado de los hombres.
Claro que ella le hace jurar que no ha de presumir ante sus amigos para que
su identidad no sea revelada y, aunque él obedece, pronto se da cuenta de
que tendrá que someterse a un par de exigencias más. La secuencia del
restaurante en la que la Chica G no quiere dejarlo solo con una compañera de
trabajo aunque el mundo esté a punto de estallar deja en claro que esta
mujer está muy desequilibrada. Si Superman era capaz de simular una
apariencia pública y apocada como la de Clark Kent, esta Chica está
escindida en dos y ni con todos los poderes del mundo consigue un mínimo de
confianza en sí misma que evite los ataques de celos que padecerá su novio.
Y aquí es donde se luce la protagonista de Kill Bill y esposa de
Ethan Hawke. Su inestable ir y venir entre dos identidades distintas hace
recordar a los hiperactivos personajes creados por Katherine Hepburn en
algunas de las mejores comedias alocadas de los años dorados.
En esa
misma línea, Reitman tiene la virtud de apostar cada vez más por el absurdo,
yendo de los apuntes verbales sobre las relaciones entre los sexos hasta el
humor más desatado. El automóvil en órbita o la secuencia del tiburón deben
su existencia al universo visual de las caricaturas, cuyos límites no
estaban constreñidos por las tres dimensiones físicas. Y lo mejor de Mi
súper ex novia, que se contempla de principio a fin con placer y
simpatía, es esa apuesta por el juego y el exceso que Reitman transparenta
al poner en escena una pesadilla de su acorralado protagonista masculino.
Temeroso por la venganza de su poderosa y despechada chica, sueña lo peor.
Pero quince o veinte minutos más tarde se despierta y debe afrontar algo
mucho más delirante, y divertido para nosotros, que lo que aquella secuencia
onírica nos había hecho temer. Lo mismo sucede con el flashback en el que se
nos explica el origen de los extraordinarios poderes de G. Sus apuntes sobre
el estereotipo de mujer deseable diseccionan con tanta amabilidad como
precisión algunos de los más sexistas y discriminatorios lugares comunes del
imaginario popular de hace cinco o seis décadas, así como la presencia de
esa jefa de trabajo negra que cree ver episodios de acoso sexual en cada
mirada que se cruzan sus empleados funciona como jugoso comentario sobre
estado actual de los vínculos laborales.
Es que
Mi súper ex novia pivotea entre las décadas del cuarenta o cincuenta
y la contemporaneidad. Desde la confección de los personajes secundarios,
pasando por el uso ostensiblemente ingenuo de la tecnología digital, hasta
la secuencia final de títulos (no se vayan hasta que esta termine porque hay
un chiste al final), tiene un aire a cosa artesanal, modesta y feliz que
hace pensar en otra época del mundo y del cine. Pero la virtud de Reitman es
incorporar a esos códigos de representación anacrónicos una visión certera
del mundo moderno y evitar, de ese modo, que su película luzca anticuada o
reaccionaria. Mi súper ex novia no es una película pasada de moda
sino una película sobre un modo de hacer cine que sí pasó de moda. Para bien
o para mal. Del consciente desfase entre forma y fondo puesto en escena por
Reitman nace el raro placer de esta película.
Marcos Vieytes
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