Parece increíble,
pero Mi vida sin mí, la película filmada en Canadá por la directora
española Isabel Coixet, tiene un punto de contacto con
"Los Simpson".
Si recuerdan el capítulo en el que Homero come el pez globo y le anuncian
que le quedan pocas horas de vida, recordarán que el “amarillo” de
Springfield confecciona una lista de las cosas que le gustaría hacer antes
del final o, parafraseando a cierto film con Andy García, de sus asuntos
pendientes antes de morir.
Es exactamente lo que hace Ann (la chica Egoyan Sarah
Polley) cuando le anuncian que tiene un cáncer terminal y que le quedan dos,
a lo sumo tres meses de vida. Ella titula a su lista “Diez cosas para hacer
antes de morir”, y se dispone a morir con la mayor dignidad posible. Pero
hay
algo que puede contrariar a los espectadores: la protagonista decide
no contar nada de su enfermedad a sus seres queridos: madre, esposo, hijas,
compañeras de trabajo. ¿Egoísmo? ¿Grandeza
(la de sobrellevar la cruz sin
molestar a nadie)? Está bien que la película no exhiba
–o induzca–
una opinión al respecto;
estará en nosotros resolver el enigma en la medida en que avance la proyección.
Si la decisión de Ann es polémica, las que tomó Isabel Coixet no lo
son en absoluto. Eligió un camino sin golpes bajos y optó por contar una
historia sobre la muerte desde el deseo de sentirse más viva que nunca de la
protagonista: entre las diez cosas de su lista, por ejemplo, se pregunta
cómo será hacer el amor con otro hombre, ya que con el único que lo hizo es
con su marido, del que quedó embarazada a los 17. Con sutileza, la película
habla de aprender a vivir, aun cuando se está a punto de morir.
Mi
vida sin mí
también tiene puntos de contacto con Mi vida (Bruce Joel Rubin,
1993), en la que un padre a punto de morir grababa, a modo de legado, una
serie de videos destinados a su hijo que estaba por nacer. Aquí Ann (clase
obrera, obvio) deja
unos casetes de audio con mensajes para los futuros
cumpleaños de sus dos pequeñas. Pero mientras aquel film con Michael Keaton
acumulaba lugares comunes, golpes bajos y metáforas groseras (recuerdo una
escena muy patética en una montaña rusa), este de Coixet está contado desde
la más deliciosa naturalidad. Y sin “metáforas redentoras” de ninguna
índole.
El productor de esta película es un tal Pedro Almodóvar, y su mano
se nota (o su sombra se proyecta) en cuestiones como la exquisita banda
sonora que incluye joyitas como “Senza Fine”, de Gino Paoli, y “Qué
emoción”. Ah, también en una remera que usa Don (Scott Speedman), el marido
de Ann, y que dice “España” en letras grandes.
Por el lado del elenco, Sarah Polley
demuestra una sobriedad extrema, que le permite esquivar los histrionismos
facilistas. Otro que está muy bien (en uno de sus típicos
papeles
conflictuados) es Mark Ruffalo como Lee, el topógrafo que se enamora de Ann.
Y por allí aparecen Debbie Harry, la legendaria cantante de Blondie, como la
madre de la protagonista, y Alfred Molina en el rol del padre convicto que
tiene un breve y emotivo reencuentro con su hija.
Dato para cinéfilos: dos veteranas
de Tiempos violentos, María de Medeiros y Amanda Plummer, tienen a su
cargo los únicos roles caricaturescos de Mi vida sin mí. Claro que
estas caricaturas de seres humanos (Medeiros como una peluquera fanática de
ese dúo que hacía playback llamado Milli Vanilli; Plummer como una
enferma por las dietas) sirven para reflejar la moraleja final: cómo nos
rodeamos de cosas insignificantes y ridículas… mientras nos olvidamos de
vivir. Hay cierto absurdo, y desde luego gracia, en la contraposición de los
dramas que viven los personajes. En este sentido, la secuencia en el
supermercado es por lejos la mejor de la película.
Si Mi vida sin mí no termina de ser redonda es porque Coixet
no resignó la tentación de detenerse demasiado en el después de Ann.
Lo que la llevó a cerrar el paquete con un moño muy vistoso, pero también
forzado, como el que viene de la mano del romance entre… bueno, mejor no
cuento más.
Aquí tenemos, pues, una película que presenta varios
momentos de interés, que esquiva las recargas dramáticas y que parece
haber sido escrita –y realizada– con mucha paz… y con una cámara inquieta
que opera como bienvenida intrusa en los momentos más íntimos.
Coixet filmó la muerte, o a partir de la muerte, pero logró
su cometido: hablar de la vida.
Mauricio Faliero
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