A caballo de la estupenda dirección de fotografía de Robert Richardson, la primera media
hora de Mientras nieva sobre los cedros disimula su chatura esencial, su
condición de bodrio pocas veces igualado. Este dura algo más de dos horas
que parecen seis y cuenta con la banda de sonido más insólita de la
historia: una compacta formación de violines sentimentales... cuyo volumen
atronador perfora los tímpanos. No es chiste: aunque más no fuera por la salud auditiva,
convendría mantenerse a prudente distancia de las salas adonde se proyecta el film.
La trama sitúa la acción en un
pueblito pesquero estadounidense, buena parte de cuya población está conformada por
japoneses, quienes conviven con los nativos más o menos amablemente. Pero estamos en 1950
y los ecos del bombardeo nipón a la base naval de Pearl Harbor (preámbulo del ingreso
yanqui a la Segunda Guerra) no se acallaron del todo. Y cuando un pescador blanco muere en
circunstancias dudosas, los indicios, que son muy leves, se asocian con los prejuicios,
que son muy fuertes, para incriminar a un pescador japonés. A los pocos minutos de
apagadas las luces, la inocencia de este buen hombre ya es un dato evidente para el
espectador. No así para los locales, que lo someten a un amañado juicio por
homicidio que se prolongará tanto como la película. La primera gratuidad tiene que ver
con esto. El proceso tribunalicio está planteado a la manera de los de la famosa serie de
televisión "Petrocelli": docenas de flash-backs ilustran las diversas
instancias del pasado que se corresponden con las deposiciones de testigos múltiples.
¿No se percató el director Scott Hicks y su coguionista Ronald Bass de que
esta forma del suspenso sólo puede prosperar cuando hay cierta ambigüedad en torno de la
culpabilidad del acusado?
Hay otra pieza de información que
también resulta evidente casi desde el vamos: la bonita esposa del acusado (pueden verla
en la foto) fue la primera novia de Ishmael (Ethan Hawke), ese periodista que no se pierde
una sola sesión del interminable trámite judicial. Pero el film no acusa recibo. Buena
parte de los mencionados saltos en el tiempo se dedican a registrar la génesis de aquella
relación, como si escondiera algún secreto. Una y mil veces, el juicio será
interrumpido para pasearnos por otros tantos escenarios en los que la japonesita y el
futuro periodista se declaran su amor. La nula pertinencia de todas estas imágenes
cuya factura remeda a las publicidades de shampoo infantil corre pareja con la
estridencia de la música incidental. Sí: aquí irrumpen esos violines ensordecedoramente
cursis. Pero no sólo aquí. Cuanto más endeble se torna la evolución dramática (y esta
no hace otra cosa que tornarse más y más endeble), mayor es el estruendo incidental. No
parece aventurado calificar a Mientras nieva sobre los cedros como el film más
groseramente afectado de la última década.
Por cierto que la historia se agota en
lo expuesto. La herencia ética de Ishmael, cuyo finado padre fue editor del periódico
del pueblito, nutre muchos y largos flash-backs. Otro tanto sucede con los "campos de
concentración" en los que Estados Unidos recluyó a los residentes japoneses durante
la guerra (que ya habían sido mucho mejor expuestos en el Imperio del sol de
Steven Spielberg) y con el amorío de marras, que luego de la etapa infantil pasa por
otras dos: infanto-juvenil y adolescente. Ninguna de estas líneas supera el estado
embrionario: infestadas por la música, aparatosamente fotografiadas, lastimosamente
despojadas de cometido dramático y vitalidad. Llegado un punto, este auténtico ejército
de flash-backs convierte al film en algo parecido a la peor variante del coitus
interruptus: una diligencia rutinaria, inacabable... y exasperante.
En este marco no sorprende que a los
actores les haya costado horrores dotar de vida a los personajes. Ethan Hawke hace lo
justo, que es muy poco, y ese enorme y veterano animador de escenas memorables que es Max
von Sydow a duras penas despega de la medianía que le tocó en suerte como el abogado
defensor.
Guillermo Ravaschino
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