HOMEPAGE
ESTRENOS
VIDEOS
ARCHIVO
MOVIOLA
FORO
CARTELERA
PRENSA
ACERCA...
LINKS















EL MILAGRO DE P. TINTO

España, 1999


Dirigida por Javier Fesser, con Luis Siges, Silvia Casanova, Pablo Pinedo, Javier Aller, Emilio Gavira, Janfri Topera, Germán Montaner.



Hay unas cuantas cosas que no se le pueden negar a la opera prima del español Javier Fesser: un argumento disparatado, personajes insólitos, efectos especiales alucinantes y un muy virtuoso trabajo de iluminación. Sin embargo, a El milagro de P. Tinto le cuesta horrores conjugar todos esos rasgos cinematográficamente. O lo que para el caso es lo mismo: emotivamente.

La historia arranca en un manicomio de Europa oriental, adonde se habla un idioma extraño, mezcla de ruso con español, inventado por este realizador que ostenta un envidiable curriculum en el campo del cine publicitario. Ahí mismo también arrancan los numerosos guiños y citas –que nunca llegan al homenaje– a películas y directores famosos de todas las épocas. Desde Superman a Mel Brooks, pasando por Delicatessen, Brazil y el gran Luis García Berlanga. Pero estábamos en el manicomio, y alguien se escapa de allí. Después, mucho después, veremos que el fugado se convierte en uno de los hijos putativos de P. Tinto (así es el apellido de este hombre) y Olivia. A P. Tinto y Olivia los veremos en todas sus etapas, pero la mayor parte de la historia transcurre durante la vejez de ambos, lo que permite al octogenario Luis Siges, veterano de media docena de films de Berlanga, lucirse como protagonista. Olivia es ciega –sin dudas para abonar buena parte de los chistes– y su marido se empeña en honrar la dinastía de los P. Tinto llevando adelante la fábrica de hostias de su padre y formando una familia numerosa. Lo que nadie le explicó es cómo se hacen las familias numerosas, y esto da lugar a un equívoco sobre el que me voy a detener. Resulta que un día a alguien se le ocurre metaforizar el acto sexual sacudiéndose unos tiradores elásticos, que rechinan reproduciendo aquel sonido de los resortes de las camas. (Más exactamente, el mismo sonido que una de esas camas dejaba escapar en Delicatessen.) P. Tinto, que es testigo, creerá que el proceso de la reproducción humana se gesta así, sacudiéndose los tiradores. Ahora bien: el chiste será más o menos ingenioso, pero se lo repite una, dos,  tres y tantas veces que todo el ingenio se extingue, y el chiste sigue. Eso no es bueno para ningún chiste. Algo parecido sucede con el film todo.

La cuestión es que a Olivia y P. Tinto, ya ancianos, una tarde la solución les cae del cielo. Literalmente: dos marcianitos pelados se apersonan (¿se amarcianan?) en la finca. Por plato volador tienen un viejo Topolino desvencijado, hablan en español, son enanos (reales) y la mayor parte del tiempo se comportan como si estuvieran bajo la carpa de un circo. Los viejos los adoptan alegremente. Poco después se hacen cargo del que se había escapado del manicomio (¿se acuerdan?), que es grandote y tosco, y el cuadro de situación ya no se modificará mayormente. Todavía quedan muchos, pero muchos metros de cinta por delante.

Uno de los problemas de El milagro... es que opera casi exclusivamente por acumulación. Como si el joven Fesser se hubiera propuesto reunir la mayor cantidad de frases y eventos ridículos por minuto. Pero una comedia no es eso, aunque eso pueda formar parte de una comedia. Más acá o más allá, más o menos notoriamente, el absurdo que se precia también reclama conexiones que acusen alguna lógica. Sutil, difusa, impalpable si se quiere, pero lógica al fin. Yo no la he visto aquí. Tal vez por eso, el impactante despliegue visual va dejando lugar a unos perfiles humanos cada vez más bestiales, más groseros, más grotescos. Y aunque el El milagro... tiene gracia y simpatía, ambas parecen haber perdido la batalla ante una suerte de excentricismo arbitrario, chocante.

Hay un collage de géneros: una vena melodramática en la historia del grandote y tosco (¿lo recuerdan aún?), que no deja de llorar a su madre fallecida en circunstancias trágicas; otra vena, costumbrista, montada en un trabajador muy bruto que parece infectado de los males del franquismo. Pero a falta de desarrollo ofrecen dos o tres gags repetidos hasta el infinito.

Nunca tantos chistes provocaron tan poca risa, y es probable que Javier Fesser no se haya propuesto hacer reír. Tampoco conmueve. Deslumbra un poco, al principio, y paremos de contar.

Guillermo Ravaschino