Victor Marie Hugo y Claude Lelouch nacieron en Francia. Ambos se empeñaron en plasmar la
injusticia de la humanidad en grandes frescos. El escritor lo intentó con Los miserables,
convertido en clásico decimonónico ya a
poco de su publicación. El director de cine ya lo había procurado con Los unos y los
otros (1981), una producción superespectacular que a duras penas disimulaba las
especulaciones comerciales que estaban en su base. Con Los miserables, sobre la
obra de Hugo, Lelouch a
los 60 años, los que tenía Hugo cuando acometió la novela vuelve sobre el punto. La experiencia, la edad, seguramente el pudor,
redundaron en una versión del mundo mucho menos coreografiada que la de Los
unos y los otros.
Los miserables es
un film surcado, por momentos saturado, de paralelos y conexiones. No tanto para con el
texto original como entre sus propias tramas, que cobran vida propia para bien y para mal en la medida en que se alejan de la
épica inspiradora. La historia gira en torno de Henri Fortin (Jean-Paul Belmondo). La
secuencia inaugural, tal vez la más sólida desde el punto de vista de la realización,
está ambientada a comienzos de este siglo, cuando al padre de Fortin (también Belmondo)
le ocurre lo que al Jean Valjean de la novela: va preso por un crimen que no cometió. Su
esposa, bella camarera en una taberna, quedará a merced de las humillaciones de su
patrón. El segundo "movimiento", mucho más extenso y desparejo, transcurre en
la Segunda Guerra. Aquí Henri de joven boxeador, luego camionero y finalmente un mafioso sui géneris
que saca ventajas de la retirada nazi comparte la pantalla con dos subtramas importantes: la de la familia
Ziman (Michel Boujenah y Alessandra Martines), unos judíos a los que ayuda a escapar del
Holocausto, y la de una pareja de granjeros torvos que le permite a Annie Girardot lucirse
como en sus mejores tiempos.
Aquello de "el que mucho
abarca poco aprieta" se hace carne dramáticamente en Lelouch. Sabe conducir a los
actores aquí brillan
también Belmondo y Boujenah, toda una estrella en Francia y es capaz de construir pequeñas historias consistentes. Cada vez que
las combina y trata de exprimirles fuerza, peca de grandilocuente. "Hay dos o tres
historias que se repiten en el mundo", dice alguien en el film, y a Lelouch, que las
persigue a todas, no le alcanzan las tres horas excesivas de Los miserables para
hacer de ese conjunto algo más que la suma de sus partes. Es algo menos antes bien ya que
algunas anécdotas funcionan, y otras no. Y no deja de pesar lo subrayado, terco y obvio
de los nexos que las unen. Los personajes que se repiten, las alegorías tendidas
como puentes entre las distintas épocas y los flash-backs por momentos parecen destinados
a abrumar al espectador, obligándolo a seguir un hilo tortuoso... divorciado de cualquier
sustancia emocional.
La mayor parte de los fragmentos
de Los miserables son la punta de un buen corto: personajes definidos y el afecto
cierto en su favor o no con que los mira el director. Fortin,
analfabeto, conduciendo a Ziman a su salvación mientras éste le lee la novela de Hugo es
el mejor ejemplo. Por lo demás, el film no deja de evocar a ese enorme y confuso
cambalache que fue Los unos y los otros. Llamativo en lo visual, conceptualmente
contradictorio y con una fascinación por la iconografía svástica que Lelouch no
debería haber evacuado sobre la pantalla, sino recostado sobre un diván.
Guillermo Ravaschino |