El mismo amor, la misma lluvia está bastante bien iluminada y montada,
razonablemente actuada, creíblemente dialogada. Es una comedia romántica. O más
precisamente, romántico-social. En términos generales, podría decirse que salió más
prolijita que la mayor parte de los exponentes argentinos del rubro. Prolijidad que
alcanza de algún modo el tono de las actuaciones y la escritura de los diálogos, con lo
que el film de Juan José Campanella también resulta, y suena, más natural
que el común. ¿Por qué será que no me gustó ni medio? Tal vez porque aquí
no termina la cosa. Como ciertas pinturas de automóviles, El mismo amor, la misma
lluvia tiene tres capas. La prolijidad, que es la primera, sustenta a la naturalidad.
Pero la naturalidad está al servicio de otra, muy otra, conformada por los lugares
comunes de la política y los clisés del cine romántico de cuño hollywoodense. Esta
capa es la cosa más opuesta a la naturalidad. Y resulta cada vez más esencial, en
detrimento de las otras.
La historia es la de Laura (Soledad
Villamil) y Jorge (Ricardo Darín). Todo empieza en los ochenta, cuando se conocen. A
Laura le gusta andar en taxi dejando la ventana abierta para mojarse con la lluvia. Así
la ve Jorge por primera vez. ¿Una propaganda de champú? No todavía, aunque el correr
del metraje inducirá esa idea retrospectivamente. Laura es una chica más o menos como
cualquier otra. Trabaja de mesera, quiere ser feliz y aspira a "algo más", en
lo afectivo (ese novio que se fue de viaje y no llamó ni volvió...) y en lo laboral. En
un principio, se diría que también Jorge es un chico corriente. Pero Campanella no
quiso, no supo, o no se sintió capaz de desarrollar una historia sobre estas simples
bases, y las amplió. Primeramente haciendo entrar por la ventana ciertos ecos de la
última dictadura militar. Como todo arranca en 1980, y no tres o cuatro años antes, El
mismo amor, la misma lluvia se da el lujo de un "repudio" de lo más
inocuo: la exposición de una razzia por averiguación de antecedentes, llevada a cabo en
un restorán.
Jorge vive de la publicación de sus
relatos en el semanario amarillista Cosas. Escribirlos lo apasiona. Lo que no le gusta es
lidiar con su jefe (Eduardo Blanco), que lo corta, lo censura y lo fastidia en nombre de
las "órdenes de arriba", "las necesidades del público" y cosas por
el estilo. Dicho en criollo: el infierno laboral, a Jorge, le rompe soberanamente las
pelotas. Ahora bien: entre Jorge y el infierno habrá muchas idas y venidas. Se rebelará,
se integrará, será el peor por un momento. Llegará, debo decirlo, a pedir 500 dólares
para favorecer a un espectáculo teatral con la publicación de una reseña complaciente.
Créanme (conozco el medio), no cualquiera llega a tal extremo y nunca, pero nunca, un
tipo como el que era Jorge. Y Laura, en su calidad de productora del espectáculo de
marras, se indigna de Jorge al enterarse, pero le tira los billetes a la cara... con lo
que obtendrá su crítica favorable. Si algo debería respetar un drama es la psicología
de sus personajes. Este la zarandea a discreción. El perfil de Jorge, por ejemplo,
volverá a ser oportuna y ferozmente "enderezado" por el guión, para reubicarlo
en el equipo de los buenos toda vez que sea preciso aproximarlo a Laura. ¿Y el jefe?
¿Puede creerse que precisamente el jefe sea el mejor amigo de Jorge, tanto en sus
"buenas" como en sus "malas"?
Nada obliga a nadie a navegar las aguas
de la crítica social. Pero El mismo amor, la misma lluvia las navega del peor
modo. Hace como que condena, pero en realidad absuelve. Veamos más: no sólo casi todos putean
contra el ambiente laboral, muchas veces insultan directamente a sus superiores. El
sistema laboral de este planeta suele cobrarse estas afrentas con un telegrama de despido
y punto. El de El mismo amor, la misma lluvia no. "Tendré que volver y
pedirle disculpas a Fulano", dice uno que insultó y lo fueron. Y habrá que
ver cómo la fórmula surte su efecto mágico. Pero mágica, lo que se dice mágica es la
receta contra la desocupación que se descuelga alegremente de otro tramo de la película.
Ulises Dumont, viejo columnista de la sección Política, queda en la calle. Los otros,
que son doce, resuelven hacer una "vaca" con la doceava parte de sus sueldos
para entregársela hasta que consiga otro empleo. Todos contentos, incluido Dumont: como
si la angustia existencial y la dignidad menguada de un desocupado pudieran arreglarse con
una colecta. ¿Pero qué pasaría si echan a otro? ¿Donarían la sexta parte...? Por
supuesto que no despedirán a nadie más.
Mucho más vulgar, en fin, es la
presencia de los dos grandes partidos políticos argentinos en la trama. En la oficina
Dumont es radical y el editor justicialista, ambos igualmente acérrimos... ¡a lo largo
de veinte años! Campanella vivirá en Estados Unidos, pero es de creer que lee los
diarios o que charla con locales por lo menos cada tanto. Debió darse por
enterado de que más allá de tantos o cuantos votos las corruptelas,
agachadas y renuncios de ambos bandos durante las últimas dos décadas han socavado buena
parte de la simpatía que les prodigaba la población. ¡No hablemos ya de fanatismos!
¿Y el amor, qué queda del amor? Del
amor de Jorge y Laura queda todo lo que podía quedar en un contexto como éste. Que no
excluye, dicho sea de paso, una pizca de La tregua (Sergio Renán, 1974). Y
lluvia, mucha lluvia, la misma lluvia que aparece en cierta película norteamericana cuyo
título no alcanzo a recordar. ¿Por qué será?
Guillermo Ravaschino
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