Sí amigos, otra película de monos. La
tercera del año, y no sólo en el orden cronológico: esta es la peor de
todas. Al menos, hasta ahora.
El título no está traducido porque es el nombre del mono, fruto de la
imaginación de un talentoso (?) y exitoso caricaturista, Stu Miley (Brendan
Fraser), un buen tipo que tiene una linda novia (Bridget Fonda), un
ambicioso representante y pocos deseos de dejarse dominar por la fama y el
dinero. Sin embargo... Monkeybone es su otro yo, su dark side, que
expresa los deseos ocultos inaceptables: su erotismo reprimido, su ambición
de poder, de riqueza y de fama, su falta de escrúpulos. Stu/Monkeybone
tendrán la oportunidad de sacar afuera todos estos aspectos cuando,
después de un accidente, la criatura tome el cuerpo de su autor. Mientras
tanto, él permanecerá en coma, y su subconsciente perdurará en un estado
de pesadilla permanente en el reino de los sueños, sometido al poder del
Dios Hypnos (Giancarlo Esposito) y de la Muerte (Whoopi Goldberg) en un
mundo surreal. Monkeybone en el cuerpo de Stu hará mil diabluras, mientras
su creador se desespera en una especie de limbo entre la vida y la muerte
rodeado de seres oníricos, y trata de volver a la vida cotidiana y al
reencuentro con la mujer amada.
Si la síntesis argumental resulta algo confusa y ridícula, en la
película estas características se agravan. El director Henry Selick no
está a la altura de su maestro Tim Burton. Su historia va saltando de una
peripecia a la otra, sin un sólido hilo narrativo que la sustente, con
muchas ideas, poca coherencia y ninguna lógica. Derivación de una novela
gráfica, Monkeybone pone el acento en la imagen, la producción de
arte y el despliegue de efectos especiales, e incorpora la animación, con
el mono de historieta generado por computadora que tiene la voz de John
Turturro (en el original). Los personajes del mundo de pesadilla son todos freaks
surgidos de la más libre imaginación: faunos, cíclopes, mujer-gata se
combinan con elefantes que tocan el piano, momias que se mueven como
esbirros de la Muerte, todos pululando en una suerte de parque de
diversiones del horror junto a Stephen King, Edgar Allan Poe y otros
clásicos del rubro.
Esta es una película para quienes aman los mundos de plástico de los
efectos especiales, los disfraces y las prótesis, los decorados construidos
con espumas, hule y gel, los artificios de la animación por computadora y
las pantallas verdes, y también para los que buscan transgredir el difuso
borde entre realidad y fantasía. A pesar de su aspecto no es precisamente
para los más chicos, a quienes no les resultará fácil seguir la trama.
Casi al final está la mejor secuencia: un cadáver a punto de donar sus
órganos vuelve a la vida en un episodio desopilante, que sería desleal
anticipar.
Además de la frondosa imaginería de variado diseño, tal vez el más
importante monstruo de la obra sea el mismo Brendan Fraser. Sucede con este
actor algo similar a lo que ocurre con Jim Carrey. Ambos son buenos
comediantes, con una gran versatilidad y capacidad expresiva. Pero parecen
haber caído en la trampa del propio Monkeybone: se han dejado tentar por lo
más banal, por su capacidad para hacer morisquetas y gestos extravagantes,
creyendo tal vez que así dan cauce a su histrionismo. El resultado hace de
Fraser un monigote insoportable, que muestra lo peor de sí. Hablando de
caricaturas...
Todo esto también es cine. Lástima que debajo de toda esa enorme,
costosa cáscara, no haya nada.