Bien lo
dijo alguna vez Oscar Wilde: “Ningún crimen es vulgar, pero toda vulgaridad
es un crimen”. Romper las leyes de manera deliberada no es algo para tomarse
a la ligera, menos todavía si esas leyes son las del derecho a la vida. Y
aunque más no fuere por eso, cualquier clase de asesino ya resulta un
personaje muy atractivo; ergo, muy cinematográfico.
Sobre
este tipo de personaje hay varias miradas posibles. Una de ellas es la de la
fascinación y la admiración oscura por lo criminal. Un señor (o una señora)
que tiene la capacidad de matar sin sentir remordimientos es una persona que
tiene una libertad que al resto de los mortales les falta; quizás padezca de
otras limitaciones, pero en lo que a quitar una vida respecta, el personaje
en cuestión puede hacer lo que se le dé la gana sin que la conciencia
le complique la vida.
Así
supieron verlo Hitchcock, Scorsese, aun Disney: después de todo
Blancanieves y los siete enanitos, antes que un cuento moral, es más
bien un solapado culto a la maldad reflejado por la oscura simpatía del
tío Walt hacia el personaje de la reina perversa.
Otra de
las miradas más comunes es la de encontrar en la criminalidad un acto de
resistencia frente a una realidad adversa. El delincuente es un pobre tipo
signado por el fracaso, su final es irremediablemente trágico y la
fascinación queda relegada ante la compasión. Es lo que sucede en algunas
películas de Walsh, Huston, o del ya mencionado Scorsese. Esta última visión
del criminal es la que intenta ofrecernos Patty Jenkins en Monster.
Estamos
hablando de la biopic –biografía ficcionalizada– de Aileen Carol
Wuornos, una prostituta marcada desde su niñez por un padre golpeador,
carencias materiales (afectivas, ni hablar) y una larga serie de abusos
sexuales, que decidió, ya siendo adulta, ponerse de novia con una chica pese
a no haber considerado nunca, hasta ese momento, el lesbianismo como una
opción. La cosa se pone más interesante cuando la protagonista (interpretada
por Charlize Theron, oscarizada por este trabajo), producto del
amor que siente por su pareja femenina, Selby, decide hacer algo más
lucrativo que ejercer la prostitución: en vez de acostarse con sus clientes,
Aileen empieza a matarlos y a robarles todo lo que tienen.
La
película trata, al parecer, de las causas económicas y sociales que llevaron
a esta mujer a tomar estas decisiones, y también hace referencia a la
presencia de un Dios absurdo, o directamente inexistente (hay en la película
varias menciones, tanto visuales como verbales, a la religión), que permite
que ciertas personas simplemente nazcan para perder y para ejercer la
delincuencia no como una elección moral, sino como una consecuencia trágica,
obligada por las circunstancias.
La
pregunta es: ¿esto genera compasión? Todo depende de cómo se retrate al
personaje principal. Y si Monster presenta un (gran) defecto, este es
el de contar con una protagonista que carece de cualquier tipo de grandeza.
Veamos.
Ideológicamente, Aileen justifica sus asesinatos en base a dos asertos: 1)
Que aquellos que hacen con prostitutas lo que deberían hacer con sus esposas
merecen morir. 2) Que, como explica Aileen literalmente (“yo conozco el
mundo y no es más que basura”), la idea de matar no es en sí misma
abominable. Créase o no, el primer punto es apoyado por el film
mediante la presencia de estereotipos que acentúan la repugnante “maldad” de
los adúlteros que fornican a Aileen. Estas personas serán contrastadas con
las otras, las “nobles”, representadas por un tipo que permanece fiel
a sus votos matrimoniales y que sólo quiere ayudarla, y por un gordo medio
bola de unos cuarenta años que todavía conserva su virginidad y al
que Aileen, por supuesto, le perdonará la vida. El segundo punto es
rotundamente negado por la película en los momentos en que dos personas se
solidarizan con ella; esto descalifica por completo a Aileen, en la medida
en que la propia narración no se la toma en serio para nada.
Lo único
que puede darle a esta mujer alguna clase de grandeza es el amor
enamorado que la vincula con Selby, pero si algo hace esta relación es
dejar en claro que la protagonista es –disculpen pero no encuentro
calificativo más adecuado– una tremenda pelotuda. La convivencia con Aileen
confirma a Selby como una persona que alterna la histeria con la abulia, que
pasa del capricho a la complicidad con los asesinatos, que nunca trabaja,
que nunca hace el menor sacrificio por ella. Y que se entrega, ya sobre el
final, a algo muy parecido a la traición.
¿Qué
compasión nos puede provocar alguien que carece de personalidad? No hay un
universo moral original, ni rastros de un conocimiento diferente, ni una
mirada sobre el mundo respetada (y traducida) por la película, ni gestos de
grandeza. Aileen termina siendo la pesadilla de Wilde: una criminal de lo
más vulgar.
¡Noticias Patty! ¡Tu Aileen no despierta compasión, da lástima! Y la lástima
que Aileen genera la descalifica totalmente como un personaje que –como el
que quieren vendernos– encierra en sí mismo una idea sobre la moral o
el mundo.
La
sensación que suscita esta prostituta asesina está pues en las antípodas de
la que podríamos asociar con el Eddie Bartlett de The Roaring Twenties
o el Butch Haynes de Un mundo perfecto, y bastante cerca de lo que
nos ocurre cuando vemos la versión argentina de “La niñera” por televisión.
Una tira que, al fin y al cabo, resulta mucho más atractiva que Monster,
porque tiene la ventaja de durar media hora, y a más de uno le ahorra el
viaje al centro.
Hernán Schell
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