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MONTECRISTO
(The Count Of Monte Cristo)

Estados Unidos, 2002


Dirigida por Kevin Reynolds, con Jim Caviezel, Guy Pearce, Dagmara Dominczyk, Richard Harris, Luis Guzman, James Frain, Henry Cavill.



Montecristo es una película llamativa por su bajo perfil. La novela de Alejandro Dumas podría haberse convertido en una superproducción artificiosa y aburrida como Gladiador. Sin embargo, sorprende por la mesura con la que fue realizada. Incluso en sus más espectaculares escenas, parece burlarse de las grandes producciones: cuando el Conde se presenta ante la aristocracia, hace su aparición con fuegos artificiales, malabaristas y un globo aerostático que lo deja en el balcón frente a la multitud. Parece un show circense, bien lejos de la cultura de las clases altas. Y cuando llega la hora del discurso desde el balcón, ante la mirada atenta de los boquiabiertos invitados, él, vestido con una capa intimidante, se asoma, dice suavemente "Greetings" ("Saludos") y se va. Lo que transforma en un chiste sutil una secuencia que podría haber sido de lo más convencional.

Ahora bien, tampoco puede ubicarse al film junto a La momia, Jurassic Park 3, y menos, Corazón de caballero. Montecristo no pretende renovar un género ni llenar de humor revisionista sus dos horas y pico de aventuras. No hay intención alguna de destacarse por sobre los demás films del rubro. O sí, pero por su calidad, un argumento en desuso cuando de marketing se trata.

La película comienza con la descripción de la amistad y rivalidad de dos marineros amigos, Edmund Dantes (Jim Caviezel, la mejor cara de boludo del cine actual) y Fernando Mondego (Guy Pearce), que en una de sus aventuras conocen a Napoleón Bonaparte, exiliado en la isla de Elba. Napoleón le pide al ingenuo Dantes que entregue secretamente una carta a un viejo amigo en París; una carta que, le dice, es absolutamente inocente. Dantes no sólo le cree sino que no le comenta nada a Mondego, quien –mucho más vivo– igualmente se da cuenta de que algo raro hay.

Pero hay algo más entre estos dos amigos: una competencia interminable de Mondego contra Dantes, originada en la diferencia de clases, que se refleja en el deseo de quitarle la novia y el éxito como navegante. Pronto se aliará con otros dos enemigos del protagonista –Danglar, otro celoso compañero de trabajo, y Villefort, un fiscal que oculta un parentesco con la monarquía y al que la carta de Bonaparte podría perjudicar– y entre los tres enviarán a Dantes a prisión por traición y asesinato. La prisión es Chateau d’If (una cárcel para los inocentes que cuestionan al poder establecido), y su horizonte es ser ejecutado.

Desde ese momento el protagonista tendrá tiempo suficiente para juntar odio y, con la ayuda de un compañero de cautiverio –excelente Richard Harris–, prepararse cultural y económicamente para el escape y la esperada venganza... bajo el nombre de Conde de Montecristo.

Kevin Reynolds filma con nivel artesanal y respetuoso. Jamás subraya su puesta en escena, abocada a narrar la aventura con discreción. Confía plenamente en la fuerza de esta ya famosa historia, y apenas se permite una sutil actualización mediante el lenguaje de algunos personajes secundarios (Luis Guzmán es el mejor de todos). El humor pasa casi inadvertido, pero el tono general jamás se pone por encima del clima aventurero y toda solemnidad brilla por su ausencia.

Así, Montecristo se convierte en un film muy entretenido y llevadero, sustentado por una notable performance de Jim Caviezel y una concepción del cine de género que recuerda a tantos clásicos.

La estereotipada construcción de los villanos y algunos minutos de sobra que le quitan cohesión al relato impiden que Montecristo se eleve a una categoría superior, pero sin lugar a dudas despega del montón, de la mediocridad.

La frutilla del postre es la concepción del mundo que silenciosamente propone la película: una visión pesimista del poder –ni monarcas ni ilustrados aparecen como el "bando correcto"– y un retrato del individualismo siempre de la mano de la competencia desleal, o la venganza. Un mundo lleno de trampas para los inocentes.

Ramiro Villani     


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