Montecristo es una película llamativa por su bajo perfil. La novela
de Alejandro Dumas podría haberse convertido en una superproducción
artificiosa y aburrida como Gladiador. Sin embargo, sorprende por la
mesura con la que fue realizada. Incluso en sus más espectaculares escenas,
parece burlarse de las grandes producciones: cuando el Conde se presenta
ante la aristocracia, hace su aparición con fuegos artificiales,
malabaristas y un globo aerostático que lo deja en el balcón frente a la
multitud. Parece un show circense, bien lejos de la cultura de las clases
altas. Y cuando llega la hora del discurso desde el balcón, ante la mirada
atenta de los boquiabiertos invitados, él, vestido con una capa intimidante,
se asoma, dice suavemente "Greetings" ("Saludos") y se va. Lo que transforma
en un chiste sutil una secuencia que podría haber sido de lo más
convencional.Ahora bien, tampoco puede ubicarse al film junto a La
momia, Jurassic Park 3, y menos, Corazón de caballero.
Montecristo no pretende renovar un género ni llenar de humor
revisionista sus dos horas y pico de aventuras. No hay intención alguna de
destacarse por sobre los demás films del rubro. O sí, pero por su calidad,
un argumento en desuso cuando de marketing se trata.
La película comienza con la descripción de la amistad y rivalidad de dos
marineros amigos, Edmund Dantes (Jim Caviezel, la mejor cara de boludo
del cine actual) y Fernando Mondego (Guy Pearce), que en una de sus
aventuras conocen a Napoleón Bonaparte, exiliado en la isla de Elba.
Napoleón le pide al ingenuo Dantes que entregue secretamente una carta a un
viejo amigo en París; una carta que, le dice, es absolutamente inocente.
Dantes no sólo le cree sino que no le comenta nada a Mondego, quien –mucho
más vivo– igualmente se da cuenta de que algo raro hay.
Pero hay algo más entre estos dos amigos: una competencia interminable de
Mondego contra Dantes, originada en la diferencia de clases, que se refleja
en el deseo de quitarle la novia y el éxito como navegante. Pronto se aliará
con otros dos enemigos del protagonista –Danglar, otro celoso compañero de
trabajo, y Villefort, un fiscal que oculta un parentesco con la monarquía y
al que la carta de Bonaparte podría perjudicar– y entre los tres enviarán a
Dantes a prisión por traición y asesinato. La prisión es Chateau d’If (una
cárcel para los inocentes que cuestionan al poder establecido), y su
horizonte es ser ejecutado.
Desde ese momento el protagonista tendrá tiempo suficiente para juntar
odio y, con la ayuda de un compañero de cautiverio –excelente Richard
Harris–, prepararse cultural y económicamente para el escape y la esperada
venganza... bajo el nombre de Conde de Montecristo.
Kevin Reynolds filma con nivel artesanal y respetuoso. Jamás subraya su
puesta en escena, abocada a narrar la aventura con discreción. Confía
plenamente en la fuerza de esta ya famosa historia, y apenas se permite una
sutil actualización mediante el lenguaje de algunos personajes secundarios
(Luis Guzmán es el mejor de todos). El humor pasa casi inadvertido, pero el
tono general jamás se pone por encima del clima aventurero y toda
solemnidad brilla por su ausencia.
Así, Montecristo se convierte en un film muy entretenido y
llevadero, sustentado por una notable performance de Jim Caviezel y una
concepción del cine de género que recuerda a tantos clásicos.
La estereotipada construcción de los villanos y algunos minutos de sobra
que le quitan cohesión al relato impiden que Montecristo se eleve a
una categoría superior, pero sin lugar a dudas despega del montón, de la
mediocridad.
La frutilla del postre es la concepción del mundo que silenciosamente
propone la película: una visión pesimista del poder –ni monarcas ni
ilustrados aparecen como el "bando correcto"– y un retrato del
individualismo siempre de la mano de la competencia desleal, o la venganza.
Un mundo lleno de trampas para los inocentes.
Ramiro Villani