Basado en la novela que Virginia Woolf publicó en 1925, el
segundo largometraje de Marleen Gorris (Memorias de Antonia) vuelve a centrarse en
una mujer: Clarissa Dalloway, una burguesa sesentona, melancólica, que cierto día de
1923 prepara una gran fiesta para sus amigos. Como el libro, Mrs. Dalloway busca su
combustible en la tensión entre lo que es y lo que pudo ser la vida de Clarissa. Entre el
presente frustrante y un pasado idealizado y, a la vez, prometedor. Allí están Peter, el
joven vivaz e inteligente que la pretendía en sus días mozos, y una amiga, Sally, con la
que compartía algo más que confesiones (aunque los ribetes lésbicos de la novela en la
versión filmada quedaron en esbozo). Y aquí está Richard Dalloway, el pelele flemático
con quien desposó, hombre de pocas luces pero con un asiento en el Parlamento que
garantiza el buen pasar de ambos.
La recreación de época, el
vestuario, la escenografía son rubros ejemplares en Mrs. Dalloway, film
absolutamente british que, por lo demás, nada tiene que envidiar a la famosa
"Qualité" francesa. Lo que incluye la no menos famosa dificultad que este tipo
de películas encuentran a la hora de elaborar dramas visuales consistentes. Gorris
optó por dos soluciones cuanto menos excesivas: puntuar el relato con numerosas parrafadas literarias
y atiborrarlo de flash-backs. Hay tantos saltos en el tiempo que
ni el pasado fértil de Clarissa (animada por Natascha McElhone) ni su presente gris (en
el que toma las facciones de Vanessa Redgrave) alcanzan desarrollo pleno. Más que
contraponerse, las dos líneas temporales se interrumpen (lo mismo ocurría en Eclipse
total, que Hollywood adaptó de "Dolores Clayborne", uno de los pocos textos
de Stephen King que soslayan el terror convencional). Cierto es que Redgrave vuelve a dar
cuenta de un enorme talento. Su sonrisa tristona y esa elegancia de mujer de sociedad, que
arrastra como a su pesar, son la mejor fachada de la voz en off que mastica amarguras
antes y después de cada flash-back. Ante sus invitados, en tanto, Clarissa sólo muestra
su perfil de anfitriona afable, bien dispuesta ante todo el mundo. Este
trabajo es lo mejor del film.
Hay una historia paralela que se
filtra de a ratos: la de Septimus Warren Smith, el soldado que sufrió un shock que lo
dejó autista, tras presenciar la muerte de un amigo en la Primera Guerra. La novela
hacía jugar a su calvario, sellado con el suicidio, como contrapunto del vía crucis de
la protagonista (y de la propia Woolf, que terminó sus días bajo un río,
con los bolsillos llenos de piedras). ¿Para qué seguir viviendo sería la
pregunta cuando lo mejor de nuestras vidas ha quedado atrás? Pero a la película le
cuesta horrores hacer que florezca la metáfora, y la subtrama de Septimus termina
operando como un enésimo factor de distracción.
Guillermo Ravaschino
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