Si sólo se tratara de
hacer una crítica mas, deberíamos decir –simplemente– que Los muertos
no es un gran film, sino apenas una obra que interesa más por lo que dice –a
pesar suyo– que por lo que calla. Pero como todas las críticas sobre
el film dicen lo contrario, es necesario también hacer una crítica de la
crítica, ya que al cine no sólo lo hacen los "artistas" (aunque el
fetichismo de la obra oculte el de la mercancía): hay todo un sistema que se
alimenta de ellos (y que –más allá de productores y público– incluye
festivales, fundaciones, etc.), y es ese sistema el que determina no sólo la
recepción de las obras, sino su misma posibilidad de existencia (sobre todo
en el cine, donde arte y mercado están ligados desde el vamos).
Podríamos empezar (volviendo
al film, a la obra en sí), diciendo que toda película postula una teoría del
cine, aunque solo las Grandes Obras proponen un paradigma nuevo, en lugar de
repetir acriticamente, como es usual, el paradigma dominante (lo que Noel
Burch llamó el "modelo de representación institucional", es decir, el
realismo según el cine clásico –de Hollywood, por supuesto–). Más allá de
ciertas reglas de representación del espacio, lo definitorio es su
homogeneización del tiempo: la duración de cada plano está en función de la
información "objetiva" que contiene. Así, con sencillez y rigor
aristotélico, este orden gobierna nuestro sentido del tiempo (fuera del cine
también, pero esa es otra historia...).
Desde la década del sesenta
(sistematizando algunos aislados intentos anteriores), este paradigma fue
puesto en crisis: de esa rebelión surgen Antonioni, Resnais, Godard y una
vasta progenie que continuó esa búsqueda, con desigual talento... (entre los
cineastas actuales, esa búsqueda da lugar a obras tan diversas como las de
Abbas Kiarostami y Tsai Ming-Liang, por nombrar a dos que alcanzaron su
meta). Ya que no se trata de romper el modelo dominante para crear un
paradigma nuevo, sino de explorar distintas experiencias de la temporalidad
(y no cualquier obra alcanza la densidad de un Tarkovski, por citar un
nombre paradigmático).
En el cine argentino, salvo
las primeras películas de Leonardo Favio y algún otro caso aislado, esta
búsqueda siempre ha sido infructuosa... Hasta que, "por fin", aparece un
Lisandro Alonso y con su primera película, La libertad, ocupa en el
2001 ese lugar "vacante", consiguiendo el aplauso de la crítica (salvo la de
estas páginas) y –lo que es más importante– de muchas de las funds
europeas que sostienen al cine "independiente". De modo que su segunda
película, Los muertos, es –como no podía ser de otro modo– una
profundización de los "hallazgos" de la anterior.
Esta vez la anécdota
–obviamente mínima– es la salida de un hombre de la prisión, tras haber
purgado una condena por matar a sus hermanos, y su viaje en busca de su
hija. Alonso hace una (a)puesta más atenta a la respiración del tiempo que a
la exploración del espacio, excepción hecha de la escena de apertura, en la
que a través de un plano-secuencia logra integrar lo espacio-temporal. Esa
"escena primaria" (la del momento inmediatamente posterior al crimen),
explorada en ese plano secuencia inicial –que en cierto modo resume, como el
de Sed de mal, todo el film–, es la promesa que la película no
cumple: tenemos que esperar hasta el plano final para reencontrar otra vez
esa promesa, otra vez incumplida. Porque entre el plano inicial y el final,
el film anuda acciones mínimas en busca de una profundidad que sólo se
presiente de a ratos, en esos momentos –efímeros como un rayo de luz entre
la hojas– en que Alonso logra captar la tensión oculta bajo la superficie
tranquila de las aguas (a través de ciertos clímax inesperados, como la
escena del degollamiento del cabrito). Pero la mayor parte de las veces la
dirección se vuelve errática, y la mirada se pierde en el mero seguimiento
del personaje.
En fin: no hace falta ser un
monje budista para saber que la naturaleza se presta a la contemplación (y
la cámara puede regodearse casi infinitamente en los cambios de la luz del
sol en el follaje movido por la brisa...). Pero la acción es inevitable
(porque el tiempo es espacio en acción...), y la película se vuelve mas
interesante –visualmente, al menos– cuando el hombre deja los lugares
comunes (en todo sentido) y se interna por el río (hacia su propia
"naturaleza"...). Y aunque Alonso ha hablado de Saer y Dostoievski como
influencias, más bien recuerda a Quiroga y Zola: su "naturalismo" es
llanamente conservador... y detrás de una aparente búsqueda estética nos
aguarda lo mismo de siempre: la sensación de que el hombre no puede escapar
a su naturaleza (así como la naturaleza no puede escapar a sí misma...).
Cierre perfecto de la circularidad que la película de Alonso vuelve a
plantear (como en La libertad, aunque algún crítico ha hablado de
viaje lineal en vez de viaje circular, entre sobreinterpretaciones
varias...): lo que vuelve una y otra vez es, precisamente, el viejo mito del
eterno retorno (de los paradigmas, de la ley del padre, de la sangre...).
Finalmente, es la sangre
–presente en los momentos cruciales– lo que da continuidad a la película: la
sangre como fatalidad y herencia (una vez mas: naturaleza). Y hay que
recordar que ese –"La sangre"– era el primer título elegido para el film. No
es un dato menor, ya que toda la "objetividad" de este cine supuestamente
"observacional" se acaba precisamente en sus títulos: llamar a este film
Los muertos es de un simbolismo tan poco irónico como llamar La
libertad a un film que presenta a un hombre esclavizado en su
trabajo de hachero... y una forma poco sutil de imponer un sentido cuando se
enuncia "la libertad" del espectador.
Esa escisión entre el nombre
y la cosa está en relación con otra mas profunda: la distancia entre la
forma –aparentemente nueva– y el contenido –sutilmente reaccionario–, que
fácilmente puede confundir (conformándolo) a un espectador desprevenido...
¿Por qué, entonces, la reacción "unánime" de la crítica a favor de los films
de Alonso? Tal vez porque en su necesidad –espuria– de "descubrir" nuevos
valores, la crítica se ha vuelto "profética"... Y eso ni siquiera es bueno
para una joven "promesa" a quien (comparándolo con artistas consagrados) le
ponen un sayo demasiado grande, aun para un cineasta de talento (e
Indudablemente Alonso lo tiene). Pero ya sabemos que la crítica no suele
reconocer errores, sino que mas bien los cubre... con nuevos
"descubrimientos". Este es el modelo que cierta "nueva critica" argentina
hace suyo, avalando un cine pensado para el mercado de los festivales, ya
que tiene el del público perdido (como demuestra el estreno con funciones
pautadas en la sala Leopoldo Lugones). En un mercado copado por el cine
hollywoodense, lo único que le queda a los "independientes" (críticos,
productores, programadores) es inventar cineastas, así como reinventar cada
tanto algún cine "exótico" (como antes el iraní y ahora el oriental...).
El exotismo es universal: la
lengua extranjera siempre ayuda a recibir mejor lo que en el propio país es
insoportable (del mismo –pero inverso– modo que a un espectador parecido a
los protagonistas de Alonso, la película le parecerá demasiado
cercana, un reflejo inocuo...). A Tolstoi se le atribuye aquello de "pinta
tu aldea y serás universal": en nuestro mundo globalizado, ese mandato
localista se ha convertido en una necesidad de supervivencia... y también en
un buen negocio. Alonso, en ese sentido, ha encontrado el filón que le
faltaba al cine argentino: el del cine tercermundista como reality show
de calidad. Mezcla de mirada "antropológica", paisajes salvajes y
regodeo en labores cotidianas... con una pizca de ficción: todo lo que no
sea el acelerado universo posmoderno (informatizado, urbano, capitalista)
genera un reconocimiento "negativo"; "pobres, pero reales", podríamos
resumir...
Para terminar: por la misma
época en que los pobres tenían futuro (y preparaban la revolución, como nos
enseñaba La batalla de Argelia o La hora de los hornos),
Antonioni descubría –en su retrato de la decadencia burguesa– el valor de
los "tiempos muertos", y Peter Brook advertía los peligros que acechaban al
creador: siempre se puede caer en un arte "muerto" cuando ese arte esta
asfixiado por las convenciones (sean estas antiguas o modernas...). Apenas
unos años después Godard –parafraseando a Nietszche– constataría que "el
cine ha muerto" (y lo demostraría con el resto de su obra...). Hoy, cuando
el cine escarba en los tiempos muertos buscando una historia posible, ¿será
todavía posible un cine "vivo"? Y aun más: ¿será posible reconocerlo cuando
lo ve(a)mos? Una vez más –como en aquella obra final de John Huston, llamada
precisamente The Dead–, la única experiencia cierta que nos deja este
film de Alonso es que Los muertos podemos ser nosotros...
Nicolás Prividera
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