Pasa mucho, demasiado tiempo antes que Náufrago honre a su tema y
a su título con los elementos de rigor. El tema es una rama muy cercana
al tronco de Robinson Crusoe: la prolongada temporada que un hombre
civilizado se ve obligado a afrontar en una islita desierta, que lo fuerza
a reinventarse para sobrevivir. Los elementos de rigor son el naufragio
propiamente dicho, el mar, la isla. ¿Por qué transcurre media hora de
película antes de que aparezcan? No es por motivos dramáticos. Diez o
quince minutos hubieran alcanzado para resolver el preámbulo: ese hombre
puede ser casi cualquier ciudadano norteamericano de clase media, ya que
estamos en presencia de una superproducción yanqui en la que Tom Hanks
vuelve a ser dirigido por Robert Zemeckis (como en Forrest Gump).
El naufragio puede ser marino o, como en este caso, aeronáutico. Se
introduce al hombre, se monta la catástrofe, palo y a la bolsa (o más
precisamente, a la isla). Pero no. Acá hacía falta media hora para
preparar lo que va quedar en la memoria como el chivo (publicidad
encubierta) más descarado de la historia del cine. El hecho de que no
haya escandalizado a nadie –ni siquiera a mí– da una pauta de los
tiempos que nos toca vivir.
Lo primero que se ve es,
precisamente, el chivo: uno de esos lustrosos camiones del Federal
Express, el gigante del correo que mueve cualquier cosa entre dos puntos
–no importa cuán recónditos– del universo. El chivo es pérfido: lo
segundo que se ve es cómo unos obreros retiran una efigie de Lenin en
Rusia, adonde un paquete del FedEx llega unas pocas horas
después de haber sido despachado en Norteamérica. ¡Vaya
asociación! La caída de Lenin; la llegada de FedEx. El chivo recién
empieza: tubos, cajas de cartón, ropas, aviones, carteles callejeros y
todo el packaging imaginable presentizan al FedEx a lo largo y
ancho de la narración. El chivo es estructural: torció la médula
dramática del cuento convirtiendo a Tom Hanks en Chuck Nolan, el
náufrago, un capataz de FedEx enfermizamente obsesionado con el tiempo
(es por eso, por supuesto, que viajó a Rusia en persona). Pero a Nolan no
se lo presenta como el neurótico que es, ni siquiera como a un capataz
(autoritario, más o menos indolente, incluso contra su voluntad), sino
como a un boy scout: creyente, militante, devoto de la causa. Es
obvio que FedEx financió esta película. Lo que no hizo fue blanquear la
situación apareciendo como productora o coproductora en los créditos
rodantes.
Cuando Nolan (¡por fin!)
naufraga, otras cosas, además de los paquetes del FedEx, se empiezan a
mover. Y al César lo que es del César: chivos al margen, el tramo de la
isla está muy bien llevado. Hay rigor en el punto de vista, que nos
mantiene permanentemente al lado del héroe, potenciando la
identificación y convirtiendo a una "dramática" situación en
lo que debe ser: el motor del drama. Nolan hace lo que tiene que hacer:
justamente él, que era un esclavo del reloj, ahora tiene todo el tiempo
del mundo para empezar de nuevo, desde cero. Ahí se lo ve, prácticamente
como a un mono que, en el lapso de unos cuantos meses, debe convertirse en
Hombre. Adáptandose al ambiente, prodigándose alimento, fabricando sus
herramientas, haciendo de la nada el fuego, y hasta ciertas producciones
que se perfilan como graciosas variantes del arte rupestre. Hechos
puntuales, generalmente bien dosificados, vienen a renovar el panorama: de
un cadáver que llega flotando Nolan aprovecha los zapatos; de una caja
con patines (¡una caja de cartón del FedEx, capaz de resistir indemne
cien kilómetros de mar y olas de quince metros!) extrae un patín y lo
transforma en hacha, y así. Nolan habla solo, cosa que no deja de ser
natural en semejante situación, aunque por momentos habla demasiado (yo
me hubiera hartado de mí mismo, les aseguro), hasta que de otra caja
extrae una pelota de básquet, a la que convierte en una especie de
muñeco que le sirve de interlocutor virtual. Lo llama Wilson, y tal vez
ya adivinaron que es porque se trata de una de esas famosas pelotas de la
misma marca. ¡Sí! No conforme con el chivo de FedEx la producción
incorporó este otro, que es igualmente descarado aunque más simpático,
y mucho más inofensivo. En fin: pasan los meses, pasan los años... y
paro de contar.
Y aunque no voy a contar
más, me gustaría. Porque pasan otras cosas de esas que no corresponde
anticipar, y varias de ellas ofrecen flancos jugosos para la crítica. En
principio diré que si la película hubiera dicho basta en el mismo punto
adonde me detuve (buscando su remate, claro), habría hecho aun mejor
negocio que el que cerró con Wilson y FedEx. Finalmente, apostaré a una
clave, a un código, que quienes hayan visto el film comprenderán,
mientras que el resto no podrá acusarme de revelar datos odiosos: el
último tramo, y más concretamente la resolución, no es
"libre" como parece sino más bien todo lo contrario. Comulga
con la moral y las buenas costumbres que el Vaticano predica desde
siempre.
Guillermo
Ravaschino |